Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

domingo, 28 de septiembre de 2008

Castillos de Arena (Y en el Aire)

El futuro ya no es lo que solía ser
Arthur C. Clark
Lindo es estar sentado al lado del mar, viendo a las olas desdoblarse de miedo en el punto exacto donde la arena está demasiado cerca. Porque es más fácil pensar en cosas absurdas, como los ojos de un pato café que estaba el viernes pasado en el Parque Central o el origen de la palabra "pandilla". Qué decir, a veces uno solo se va. Lo que sigue es darse cuenta que tras ese martilleo de las olas está una conspiración de la Luna, que gira alrededor de la Tierra, que gira alrededor del Sol, que gira sepa Judas alrededor de qué y uno se siente chiquitico y tonto por creer que sabe pensar en todo eso y para hacerse el que no quiso pensarlo, se recurre al viejo truco de repetir la palabra carcajada hasta que pierde su significado. Se puede decir entonces jada-carca o car-ca-ja-da y nada pasa; no se sienten cosquillas ni articulaciones entumecidas ni calor y se sigue así hasta que se gaste de verdad y uno pueda pensar otra vez en los ojos del pato o arriesgarse a ponerse en una posición idiota y decir: "si cierro los ojos ahora y los abro hasta dentro de diez segundos, no voy a estar en este rancho ni voy a ser yo, sino que seré un condenado a la guillotina en la Francia de 1789". Cuando uno descubre que pensando eso lleva doce segundos con los ojos cerrados, da miedo abrirlos y sentir las manos del carcelero en la espalda, la hediondez victoriana prensada en la nariz y los escupitajos de la plebe resbalando desde la ceja hasta la boca (ya se gastó la palabra carcajada entonces no sirve, y además no se pueden pensar así de golpe en unas últimas palabras decentes, todo lo que pienso es desastrosamente cursi). Entonces uno agradece los alaridos de las primas tontas y abre los ojos (con un poco de desconfianza ¿quién no?) y se ve todo nuevo, con la alegría del que enfrentó a la muerte en un submarino ruso o una avalancha alpina y sobrevivió. Los niños torpes que juegan en la arena se ven inocentes y hermosos, la silla deja de parecer tan incómoda y decenas de juegos se asoman: apuesto con la silla de al lado que el mar no llega hasta esta o aquella concha o cuento las lanchas pesqueras que se ven (8) y recorro la tabla de multiplicaciones de ese número. Da alegría que se acerquen y pregunten qué hago, porque responder con indiferencia "nada" equivale a saberse dueño del mundo, a quien nada le es imposible porque nada hace. Y mientras el tío indiscreto desanda sus pasos, uno piensa en estudiar ingeniería aeroespacial o dedicarse a domador de fieras en un circo turco, con el respectivo látigo y un sombrero de copa que le sobraba al mago recién contratado. Está uno sumido en estos pensamientos cuando llega el "¡Mijo!" y mamá agitando las manos desde la cocina y grita de nuevo algo que suena lejanamente a "bombillo" y uno sabe que le toca, por todo el asunto del hombre de la casa y qué joder, ahí va uno arrastrando los pies a cambiar el bombillo del baño del segundo piso. Es en ese trecho (ni veinte metros son) que se derrumba la carpa roja con todo y trapecistas y pierde potencia el cohete espacial y uno se siente maldito y desgraciado mientras arrima un banco para llegar al techo. Pero no es hasta que se resbala el bombillo nuevo de la mano y suena el grito de espanto de alguna tía que de casualidad pasaba, que uno piensa en el franchute del siglo XVIII y agradece (mordiéndose la lengua, eso sí) por esa horrorosa ocupación de electricista por horas.

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