Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

viernes, 12 de septiembre de 2008

La historia de Valentina Montealegre

Febrero 2008


A Mali,

que me pidió un cuento

Para aquellos que buscan una historia de trágicos acontecimientos o descomunales proezas, les sugiero atentamente que descarten este pequeño folio de papeles y busquen algo más poético. Si no logran idear otra opción de lectura, les propongo las pequeñas novelas del corazón que se venden en los bazares, los clásicos de los hermanos Grimm o el Génesis. Todo este empeño no es nada personal en contra de ustedes, más bien es un afán de no hacerle malgastar su muy valioso tiempo, porque vida solo hay una, dicen las canciones de hoy en día, y no deben ustedes desperdiciarla en asuntos que no les vayan a entretener. Si por el contrario el individuo que ahora sostiene estas páginas no sabe realmente que quiere o que debe leer, encontrará que nuestro relato es precisamente lo que andaba buscando.

Parte pues nuestra historia del momento en que la joven Valentina Montealegre escapa con una sonrisa pícara de la central de autobuses del sector este. Si miramos fijamente, podremos descubrir unas suaves manchas de lodo en sus pequeños zapatos de charol rojo, un anillo pequeño en su dedo anular (aunque la joven aun no ha contraído nupcias) y una pequeña cruz de metal colgando del cuello. Hay otros detalles pero no nos atrevemos a mencionarlos para no arruinarle al lector el desarrollo de la historia. Sin embargo, no vaya algún incauto a preguntarle acerca de la proveniencia del anillo o la cruz de metal, pues se verá de pronto inmerso en un particular relato, enhebrado de un modo tal que solo se le ha conocido a la señorita Montealegre, y que bien podría terminar con una reseña detallada de la tarde que encontró un pedazo de macadamia en un helado de fresa. Sobra decir que el desafortunado que formuló la infeliz pregunta bien podría vagar por el mundo durante el resto del Tiempo sin poder descubrir jamás la respuesta a su duda en la descabellada historia de Valentina. No queriendo nosotros sufrir tal fortuna, nos limitaremos a contar la crónica de como Valentina Montealegre consiguió las suaves manchas de barro en sus zapatos rojos, pues nadie ha reportado hasta el momento haber sufrido un destino adverso después de emprender tal búsqueda.

Para que podamos comprender el motivo superior que llevó a las manchas de barro a colocarse tan agraciadamente en los zapatos de charol, debemos ante todo entender la naturaleza básica de Valentina Montealegre. Si el lector jamás ha revisado bajo su cama antes de dormirse en busca de algún ente extraño, o nunca se ha bañado en total oscuridad con charanga de fondo, les suplicamos de nuevo que acudan al párrafo uno y reconsideren su decisión de continuar con la lectura. Y es que Valentina Montealegre era una persona bastante poco común, perteneciente a un muy selecto club inexistente donde cabrían pocos seres humanos que conozcamos. Tal vez el coronel Henrique Capablanca y su trepadora podrían estar a la altura de ese club, pero esa es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.

A veces Valentina se distraía buscando formas a las nubes, cortando con tijeras para uñas el zacate que tenía en una maceta o sencillamente caminando en la calle sin majar ninguna línea Así era ella, sencilla como un bollo de pan, pero feliz como un cántaro lleno de vino francés. Amaba los viernes, aunque no sabríamos decirle con certeza al lector a qué se debía esta afición por los viernes, pues Valentina no acostumbraba visitar bares o los restaurantes elegantes que aparecían los miércoles en las críticas de comida del periódico local. Valentina solamente amaba los viernes y precisamente fue un viernes el día que encontró una cajita verde bajo el suelo de la casa donde alquilaba. El entablado estaba un poco flojo y una de las tablas se soltó accidentalmente cuando ella intentaba redecorar el cuarto de invitados. El por qué de un cuarto de invitados es algo completamente imposible de descifrar, pues a la casa de Valentina forzosamente llegaban otros seres humanos aparte de ella. No es que Valentina Montealegre fuera una ermitaña que no gustara del contacto humano, sino que no se sentía a gusto en su casa, o al menos era esa la respuesta que daba cuando se le preguntaba al respecto, respuesta de la cual fuimos testigos los que aquí narramos un par de veces.

Cuando la tabla se movió, Valentina pensó que era definitiva e indiscutiblemente un tropezón de la buena suerte con su vida. Ella se imaginaba un ángel que cargaba un sombrero enorme de donde sacaba puñados de un polvo verde que rociaba sobre el mundo. Difícilmente ella veía este ángel viajando en el espacio, puesto que no le parecía que un lugar fuera más propenso a la suerte que otro. Cuando ella se hacía la imagen mental, el ángel volaba en el tiempo y precisamente ese viernes, su día favorito, le había tocado a ella su turno. Aferrada a este razonamiento, muchísimo más coherente que algunos que se enseñan en los colegios de hoy en día, Valentina Montealegre hizo un puño todo su aplomo y buscó por el hueco donde antes estaba la tabla, hasta que sus dedos resbalaron por la superficie empolvada de la cajita verde. Cabe resaltar la importancia cósmica de que el día favorito de Valentina fuera el viernes, porque de haber sido otro día, ella hubiera calificado el suceso como una situación cotidiana y nada de lo que sucedió después hubiera sucedido. Aún nos atrevemos a aventurarnos en el supuesto de que tampoco estaríamos aquí narrando su vida, pero eso ya es algo demasiado grande como para que un narrador pueda deducirlo.

Sorprendida por su buena suerte, pues no todos los días se encuentran cajas viejas bajo el entablado de una casa, Valentina se sentó en un sillón cercano para poder mirarla de nuevo. Esta vez, sus zapatos eran blancos y cubiertos de polvo, pero por respeto al lector no entraremos en detalles de la naturaleza del polvo, pues resulta más que obvia y este relato no pretende insultar la inteligencia de nadie. Valentina Montealegre creyó escuchar su corazón palpitar, aunque sabía claramente que bien podía ser su mente jugándole una mala pasada. Ignorando el origen del sonido que ahora se le escurría entre todas sus neuronas, destapó suavemente la caja, procurando que no se desprendiera nada del polvo que se había acumulado sobre ella. Si la caja era de ella o no, aunque evidentemente no lo era dado su cara de asombro, no era importante en el momento, porque tras haberla revisado minuciosamente por el exterior había concluido que la única manera de descubrir su dueño era investigando en su interior.

En los segundos en que sus manos destapaban la caja, que aunque parece un momento inocente en realidad es un suspenso chillante no apto para cardíacos, pasaron muchas cosas por la mente de Valentina Montealegre, de las cuales solo podremos enunciar algunas por razones obvias de espacio: una cabra blanca, el vendedor de pasas de la Plaza Central, una fracción de lotería con número 42 y serie 609 y el sueño que había tenido el martes anterior. Si al lector le parece escandalizante el universo mental de Valentina, de nuevo le solicitamos que realice el ejercicio sugerido en el párrafo uno para evitarle futuras molestias. Otro lector que conociera de antemano la historia podría establecer un cuestionable pero retorcidamente aceptado vínculo entre la mente de Valentina y la caja verde, que admitiremos de antemano. Este vínculo, para el lector primerizo, se basa en que el contenido de la cajita era tan disparatado como la mente de la señorita Montealegre. A continuación se detallará este vínculo, no vaya a quedarse el lector con la duda.

La primera impresión de Valentina fue que acababa de abrir un libro de cuentos y que las cosas salían de él. Después pensó que estaba en una heladería frente a un mostrador tal vez demasiado surtido. Finalmente concluyó que estaba frente a una cajita verde que había encontrado un viernes de la suerte bajo el entablado de su cuarto de visitas al accidentalmente golpear con una pata de la cama una tabla que estaba a medio aflojar, y le pareció completamente racional y acertado el contenido. Inclusive, en un acto total de valentía desinteresada, se permitió tocar con las manos algunos de los objetos que la caja tenía. Así pasaron por sus manos los más variados artefactos, desde una cruz de madera, una caja de fósforos y una media de muñeca hasta un tornillo de juguete y una Reina de Corazones. Casi cede ante la tentación de olerlos, pero le pareció de muy mala educación deleitar de ese modo el olfato con las pertenencias de otras personas, aun si esa persona parecía haberlas olvidado.

Pasó la mañana del viernes revisando la caja, pues aun era temprano cuando la había hallado y mientras el sol en lo alto flotaba en su camino al oeste, ella conoció a fondo la cajita verde. Inclusive encontró un compartimiento secreto en la tapa, donde al parecer algo se había guardado hacía mucho tiempo. Después de devolver todo a su sitio, y en eso debemos los narradores de dar testimonio de la fidelidad con la que Valentina reprodujo el orden original de la caja, se sentó con la caja aún destapada al lado a pensar. Valentina no pensaba como lo hace el promedio de la gente, que mantienen un hilo conductor por el cual se desarrollan durante el brevísimo instante que dedican al acto de pensar, sino que las cosas solamente fluían sin ton ni son en su cabeza. En su mente no habían ideas divergentes o que se salieran de contexto, porque no había un marco donde poder ubicarlas y que se pudiera tomar como referencia para catalogar a un pensamiento como descabellado o no.

Precisamente por eso era Valentina la mujer indicada para pensar acerca de la caja verde. Porque aunque la mayoría de la gente no lo crea, pensar acerca de las cajas verdes no es algo que cualquiera podría intentar y salir ileso. Se han reportado casos de personas que han sufrido trastornos mentales al intentar meditar con mucha fuerza en estas cajas. También se desaconseja pensar en los contenidos de las cajas grises, negras, rojas y anaranjadas. Según la información que hemos recibido, no habría problema en pensar acerca de cajas celestes. Pero volviendo a Valentina y su proeza de pensar en la caja verde, solo pudo idear un destino para una caja con tal contenido. Se levantó, tomó la caja entre sus brazos, se colgó la cartera en una de sus manos, se calzó unos zapatos rojos de charol y salió de su casa sin un destino aparente. Claro que para nosotros, los humanos corrientes, las cosas deben estar claras y definidas, con puntos y comas y preferiblemente con sangría marcada al principio de cada párrafo, pero dichosamente Valentina no ocupaba nada de eso.

Ahora se mezcla con los que a diario caminan las calles de todas las ciudades del mundo: la joven que va media hora tarde al almuerzo que tenía programado con su novio, el abogado que camina hacia el juzgado y hasta un niño al que su madre mandó a comprar una libra de fideos al mercado. Precisamente a este niño detiene Valentina y le obsequia una pequeña piedra que antes habitaba la preciada y misteriosa caja verde. El niño se queda quieto, pero cuando la ve a los ojos parece entender algo que no sabríamos explicar y la guarda en su bolsillo. Cada cual sigue su camino y según nos dijeron una vez, el niño sí llegó a casa con la libra de fideos encargada, la novia llegó una hora y ocho minutos tarde a la cita y el abogado perdió el caso. Pero esas son otras historias que deben ser contadas en otra ocasión, porque por ahora nos interesa la de Valentina Montealegre, que camina complacida por la ciudad, porque ya sabe cual es el propósito de la cajita verde.

No pudimos seguirla todo el viernes, pues jamás se ha escuchado de un narrador que se dedique exclusivamente al seguimiento de un personaje determinado, tanto porque el narrador ocupa saciar sus necesidades fisiológicas y alimenticias como porque el personaje necesita al menos un par de horas de privacidad. Sin embargo, nos han llegado datos muy interesantes de los azares de Valentina Montealegre en su viernes de la suerte. Un ama de casa asegura haberla visto entrar a su apartamento, sin tocar siquiera la puerta ni pedir permiso, solo para dejar un lapicero en la mesa del vestíbulo. Un panadero del barrio del norte afirma rotundamente que una mujer dejó un clavo en una maceta de su establecimiento. Inclusive un agente de segunda clase de la policía local incluyó en su informe que una joven, cuya descripción nos hace pensar con total firmeza que se trata de nuestra protagonista, le pidió que guardara un tajador escolar en la guantera de su carro. Hemos hablado con estas personas años después de ese viernes y todos aseguran tener aún las cosas que Valentina les dejó, y a todos les ha cambiado radicalmente la vida.

Horas después de dejarla cuando le entregó la piedra al niño, nos topamos de nuevo con ella en la estación de buses del sector este. Según descubrimos después, habló con la secretaria del mostrador de servicio al cliente para darle un rollo de hilo de coser. Precisamente saliendo de esta entrega, una de las últimas por cierto, fue que comenzó nuestro relato. Ahora si podemos detallar que junto a los zapatos de charol, el anillo y el medallón, llevaba entre las manos la cajita verde, ya casi vacía. De donde Valentina Montealegre sacó la idea de que debía repartir el contenido de la caja entre los habitantes de la ciudad, probablemente no lo descubramos nunca ni nosotros ni nadie. Se dice que un joven reportero de un diario local intentó años después hacer una reseña de los objetos que estaban repartidos por toda la ciudad, pero que fracasó rotundamente pues nadie podía decirle nada, todos respondían que siempre los objetos habían estado con ellos. Cuando no logró encontrarle ni pies ni cabeza a su reportaje, decidió darse el día libre y dicen que terminó comiendo arroz con calamares en un restaurante del centro.

No vaya a pensar el lector que somos los narradores de esta historia la excepción al olvido acerca de los objetos. Si hubiésemos emprendido la misma tarea que el audaz periodista probablemente nuestro destino hubiera sido el mismo, aunque personalmente no simpatizamos con los calamares. Pudimos mencionar todas esas odiseas de Valentina Montealegre y su cajita verde porque precisamente nuestro relato pretendía narrar como las manchas de barro terminaron en los rojos zapatos de Valentina, aunque en este última historia poco logramos descubrir, puesto que terminamos relatando como un joven periodista terminó comiendo arroz con calamares en un restaurante del centro. Llegados a este punto incomprensible, solo podemos suponer que no se puede relatar algo acerca de Valentina Montealegre a menos que no se quiera hacerlo, pero estas son meras suposiciones de estos narradores.

Lo justo sería que tras muchos minutos de lectura, los que han tenido el coraje de continuar hasta el final reciban al menos una pizca de sabiduría a cambio de su lealtad. El trato nos parece justo y he aquí lo único valioso que podríamos aportarle al lector para mejorar su vida, ya que fallamos en nuestra labor de narradores: no vaya usted jamás a preguntarse ¿por qué los zapatos rojos de charol de Valentina Montealegre están llenos de barro?.

5 comentarios:

Carla dijo...

Me encanta tu blog; estaré pasando más seguido.

-Oli-LoRe- dijo...

Jaja a vos como q te gustan las flores, a mi me gustan esos árboles porque me gusta que llueva flores...

También a de ser muy bonito ver hacia la copa de los árboles y ver mas colores que el verde de las hojas... A lo mejor hemos sido, los álamos y yo, un poco conformistas, en cuanto a eso... Bueno, por dicha hay cerezos, jacarandás y robles de sabana... ¡Quien no tiene flores en sus ramas, que las tenga en sus ojos!

PD: este blog me gusta

Unknown dijo...

así se llama la mujer que todavía amo y que no supe valorar

Unknown dijo...

también me llamo Diego.
Gracias otro Diego, la describiste para poderla recordar.

Unknown dijo...

espero que Twain venga a hacer justicia, hablo en serio