Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

domingo, 27 de julio de 2008

Hay alguien, Alberto

Alberto, esta vez no es broma. Hay alguien ahí afuera.
Yo sé que me vas a decir que son ideas mías, que eso me pasa por ver las películas de las diez, pero quiero que me creás. Hace poco lo escuché arrastrando los pies por el pasillo, debe ser algún borracho que se confudió de edificio, pero está afuera, Alberto.
Y es que estoy fría y cansada. Me acurruqué entre la cama y el armario, en el hueco donde antes iba el canasto de la ropa, viendo hacia la ventana. Tal vez no sepa que estoy aquí.
¿Estás buscándome por la ventana, Alberto? Desde acá veo ocho estrellas. Cada vez se ven menos en el cielo de Madrid. Me gustaría que nuestros hijos puedan ver estrellas en Madrid, y que pensaran que son luciérnagas o viejos reyes, o que somos nosotros que les hablamos. De veras, Alberto.
Pasó otra vez. No seas tonto, ¿qué podrías hacer?
Ahora lo escucho respirar, es como si estuviera apenas aprendiendo. Pero aprende rápido, Alberto. Sigue caminando por todo el pasillo del piso, y a veces baja o sube las gradas.
Eso me pasa por alquilar un cuartito para mí sola, Alberto. Vos sabés que no me gustan los de afuera, son barbudos y huelen a sombrillas y a café frío. Pero este hasta camina diferente, como si le pesara un brazo más que el otro. Ya me dio miedo, Alberto. Consolame.
Todo este cuarto está contra mí. El reloj, el canasto de la ropa, todo. Solo mis geranios se mantienen fieles. Es porque les canto, ¿sabés? Lo leí en una revista del salón hace unos meses y comencé a cantarles y mirá lo floreados que están. Cantame algo, para no escuchar al de afuera.
Hay alguien, Alberto. Te lo digo que hay alguien.
¿Y de veras vamos a tener hijos Alberto? Que sean cuatro, tres hombres y una mujercita, para que sus hermanos la cuiden. Y quiero tener un piso entero para nosotros, sin pasillos donde pueda entrar gente en la madrugada.
Además, hoy no dieron película a las diez. Por eso se me ha hecho más cansada la noche. Me entretuve jugando con una candela, hasta que llegó el de afuera y apagué todas las luces. Y te llamo porque sos vos y porque ya no me da miedo que me escuche.
Otra vez pasó caminando. Creo que se sentó a descansar un rato frente a mi puerta, porque escuché un sonido seco. Si, ya lo escuché suspirar.
¿Y si es un sicópata y me quiere matar? Yo creo que no estoy lista, Alberto. Todavía me falta tirarme de paracaídas y comerme un kebap de verdad. Y ver más flores de los geranios.
Pero ¿sabés? Se escucha cansado. Me gustaría estar cansada ahora, poder acostarme y dormir. Este insomnio me está matando, Alberto, de veras que sí. ¿Me viste las ojeras que llevaba el martes? Entonces no me digás que no.
Voy a acercame a la puerta, para que no sea tan solo. Este huele a sombrilla, pero mojada. No huele tan mal de hecho, creo que me podría acostumbrar. Es solo, Alberto. No es que esté solo, es que es solo. Yo no quiero ser así de grande. Casémonos, decime que sí, para no ser solos.
Creo que no lo quiere hacer. Tiene los ojos grises, estoy segura. Solo sé que tiene los ojos grises, no me preguntés cómo se. Tiene los ojos grises y se le están nublando con lágrimas. Creéme, no lo quiere hacer.
Pero si le toca, nada podemos hacer. Tal vez solo está haciendo su trabajo y ¿quién soy yo para impedírselo?
Ya se levantó, se alejó unos pasos de la puerta, creo que se va a ir. Pero no se puede largar así como así, tiene que hacerlo, Alberto. Decile que tiene que hacerlo, decile que es su trabajo.
Ya no tengo miedo. Ni aunque hubiera visto la película de las diez estaría con miedo. Ahora me da un poco de lástima. No me gustaría estar en su posición. Pobre...
Ahora pegó la oreja a la puerta, yo creo que me escuchó hablar con vos. ¿Tendrá alguien, así como yo te tengo a vos? Tal vez podamos presentarle a Ingrid, para que vaya y se siente en su puerta y Ingrid huela ese olor a sombrilla mojada y sepa que es él. ¿Creés que le guste a Ingrid?
Creo que ya se decidió. Me tiró un papelito por debajo de la puerta. Dice "perdón". Ves, te dije que no quería hacerlo, pero él sabe que le toca. No seas bruto, no vas a llegar a tiempo, mejor quedate allá.
Alberto, tengo que colgar, ya le está pegando a la puerta. Las bisagras no van a aguantar muchos golpes. No, no podemos hacer nada. Espero que tus hijos puedan ver estrellas sobre Madrid.
Está llorando, Alberto, y llorando duro. No quiere hacerlo, pero lo va a hacer. Me tengo que ir, no quiero que me encuentre hablando con vos. Yo también, y mucho. Presentale a Ingrid. Y acordate de cantarle a mis geranios, todavía le faltan algunos botones por estallar.

sábado, 26 de julio de 2008

La fantasma

Anita se acercó, buscando la cruz remota de mi abrazo. A veces hacía eso, cuando no entendía algo. Todavía en su disfraz, se escurrió entre mis brazos, con su carita trastornada por el escándalo impío de la tormenta. “¿Por qué está el cielo tan enojado?” me preguntó suavecito, como para que la lluvia no escuchara. “Debe ser que es martes” le dije sin escucharla en serio, porque pensaba en las zanahorias del huerto. “Se nos van a arruinar las zanahorias” le dije. “Que la lluvia se las lleve todas si quiere, pero que se vaya” me respondió con sus piernas empaquetadas bajo su cabecita suave.
Anita era así, Rubén, caprichosa. Su capricho era inocente, como una bolita de algodón blanco o una de esas nubes esponjosas que cosechan domingos. Era irresistible cuando se encaprichaba con algo. Decíme, Rubén, ¿cómo me iba a importar que desperdiciara la harina y el ajo, y que ensuciara las sábanas blancas cuando jugaba a fantasma? Se me olvidaba todo, hermano, solo podía verla.

Esa noche, buscamos la chimenea, para calentarnos. Los dos seguimos acurrucados en nosotros mismos, esperando que la tormenta pasara; yo para ver las zanahorias y ella para hallar su aliento de nuevo. Los relámpagos jugaban a buscarse y encontrarse con las largas sombras de los abetos y yo los oía reír sobre la melancólica canción de la lluvia. Un rayo partía aquí y allá la sombría monotonía de la noche. “Decíles que paren” me ordenó Anita. Todavía tenía la cara llena de harina, pero unas gotas agridulces habían pintado cinco caminillos suaves desde la cuenca del ojo hasta el final de la mejilla. “Decíles que paren” me ordenó de nuevo entre sollozos oscuros, pero no podía hacer nada por ella. “Ya no deben quedar zanahorias” dije, pero ella me miró con ojos cansados y tristes.

La noche crecía y se alargaba por toda la casa. Yo veía las centellas desparramarse contra los vidrios impecables de la cocina, contra los floreros del comedor, contra el farol de Anita que yacía inmóvil. Pero creo que Anita no veía eso, Rubén. Ella veía disparos y detonaciones, y horripilantes caravanas que incendiaban el mismo aire donde se mecía su respiración. Tal vez hasta haya visto ejércitos dorados y plateados inundando la salita, porque me dijo de nuevo: “Decíles que paren”. Y ya no era una orden, sino una súplica.

Lo que más me preocupó fue su nuevo tono de voz. Apagado y seco, como un martillazo en un saco de harina. La miré a los ojos y los tenía amarillos, como los de un perro borracho, entonces le canté algo que no recordaba al oído. Pero Anita se iba hundiendo entre mi abrazo, hasta que me pareció que no pesaba más que un pecadillo venial. “Voy a apagar el cielo” le dije para consolarla y me fui a buscar unas cobijas para ella. Le gustaban las de lana gruesa, porque le hacían unas cosquillas que le daban risa. Ella era así, Rubén, se reía de las cosas sencillas. Se reía de la marca de nacimiento que tenía en mi pierna. “Mirála, parece un gato asustado” me decía con la cara hinchada de carcajadas.

Cuando pasé por la puerta de la cocina, quise salir a ver las zanahorias. “Se van a mojar las cobijas” pensé, y seguí hasta la salita. “Aquí te traje unas cobijas para que te rías un rato” le iba a decir a Anita, pero no pude, porque encontré el sillón vacío. La puerta estaba abierta, y afuera, la noche estaba baja como un telón monstruoso. Salí despavorido, a buscarla corriendo como un idiota, rogándole con alaridos homéricos que regresara, que esa no era manera de apagar el cielo, que yo iba a hacer que todo se callara para ella.

Mirá como es el mundo, Rubén, la encontré sentada en el huerto, con la sábana cruzada por figuras de barro y las manos llenas de tierra. Todas las zanahorias estaban desperdigadas a lo lejos, alumbradas a veces por un relámpago que pasaba. Resignado, me senté a su lado y allí quedamos los dos, empapados y tiritando. Hasta que ella, sin volver su carita de fantasma lavada por la lluvia, me dijo con mi misma resignación de viejo perro encadenado: “Hoy debe ser muy martes, porque ya le tiré todas las zanahorias, pero creo que no se va a ir”.

jueves, 24 de julio de 2008

El pasillo del ala izquierda

Como de costumbre, Rodrigo se asomó a la entrada de la Iglesia y solo vio cuadros. El piso estaba inundado de pequeñas cerámicas cuadradas, alineadas una tras otra en un patrón eterno. Amarillo, negro, vino, gris, amarillo... Se puso a buscar figuras, como si el piso fuera un cielo enorme y los cuadros unas nubes caprichosas. O las figuras lo buscaban a él, ya eso no lo sabía, pero nunca importó. De pronto, por el pasillo central pasó huyendo un enorme dragón de tristes ojos grises, perseguido por una flor multicolor que Rodrigo apenas logró identificar. Volteó la mirada horrorizado (si las flores persiguen dragones, qué destino le espera al mundo?) y caminó un poco por el pasillo del ala izquierda, su favorito, donde jugaba el tropel de sirenas amarillas que conocía de siempre. Rodrigo se iba a sentar al lado de ellas, seducido por sus carcajadas, pero su madre lo miró desde el otro lado de la iglesia y supo que era mejor acudir cabizbajo. Recibió el pellizco de rigor, se rio por lo bajo de la mujer que en el púlpito leía el Salmo 23 y sentado junto a su madre, miró con añoranza las bancas del ala izquierda.
Tras nueve años de acudir a la misma iglesia a la misma hora, Rodrigo ocupaba cada domingo la misma banca (la tercera del ala derecha) y las oscuras plazas del ala izquierda eran un misterio, una fruto prohibido, un soplo de magia. También estaban las sirenas, niñas rubias de ojos negros y dos dimensiones, pero ellas eran más nuevas. Se habían encontrado un segundo domingo de adviento, unos años atrás, porque su madre había dicho: "vamos temprano para que no me quiten la banca" y llegaron veinte minutos temprano. La madre de Rodrigo se arrollidó a rezarle al Padre, y Rodrigo trató de verdad; había cerrado los ojos hasta que le dolieron las pestañas y pensó fuerte en la imagen del crucificado, pero no logró escuchar esa voz que su mamá decía oír, se resistió a seguir monologando y buscó diversiones mundanas. Allá, tras las bancas solemnes del ala izquierda, se veía un grupo de sirenas reír de las penas de los hombres. Se estiró para verlas mejor, pero un gruñido de su madre le recordó que estaban en santa presencia y tuvo que conocerlas otro domingo. Pero ahora estaban tan lejos...
Su banca no era tan mala. Estaba frente al púlpito y Rodrigo solía distraerse viendo a los que subían cada domingo a leer los textos del día. Había una señora que siempre se pintaba todas las uñas menos el anular de la mano izquierda, y un muchacho que todos los domingos acudía con una corbata morada, y cada vez que podía se encargaba de la segunda lectura. El sacerdote daba las homilías sentado y Rodrigo veía en sus zapatos de mortal los cordones mal amarrados (para sí mismo, Rodrigo se prometía jamás tener los cordones así cuando creciera) y le molestaba que tosiera cada ochenta y siete segundos. De hecho, medía con su reloj la invencible regularidad de la tos, pero el sacerdote no aflojaba una milésima.
Pero ese domingo, el dragón era nuevo y por ahora lo entretenía. Desde su banca, lo oía gemir de miedo, porque la flor realmente era terrible y lo perseguía sin misericordia y todos saben lo que es capaz de hacer una flor sin escrúpulos. Estaba absorto en contemplar la inmóvil persecución cuando en el púlpito tomó lugar uno de esos raro eventos que pueden alegrar cualquier celebración. Esta vez era el micrófono del orador, que se negaba a funcionar. Aun no había introducido el pequeño monaguillo la segunda lectura cuando comenzó a fallar.
El hombre del teclado se acercó ufano al micrófono y movió un par de cables de la base, pero la cabecita brillante se resistía a cooperar. Esta era la parte que divertía a Rodrigo; por un minuto cada seis meses de este absurdo teatro valían todos los sermones del anciano sacerdote y los pellizcos de su madre. Viéndose impotente, el hombre del teclado movió los hombros un poco incómodo, masculló al monaguillo unas palabras breves y se escondió en el cuartito de sonido al fondo de la iglesia, buscando la solución al problema. Afuera, el cuadro era caricaturesco. El monaguillo plantado con el pedazo de papel que le tocaba leer, con ojos de tonto sin mama, el anciano sacerdote petrificado en su silla, con doscientos pares de ojos clavados encima y las sirenas riendo al otro lado de la iglesia.
El sacerdote alzó las cejas y escondió la cara en el hueco de su mano izquierda, la madre de Rodrigo se acomodó inquieta en su banca y el hombre del teclado salió de la puerta con las manos abiertas y una cara de animal humillado. Se levantaron unas señoras muy gordas de la primera fila y travesearon al micrófono, tocándolo con insolencia, profanando su privacidad, pero seguía sin ceder un centímetro. Rodrigo pensaba que si le decían "por favor" (son dos palabras muy mágicas) el micrófono funcionaría, pero no estaba dispuesto a arruinar el espectáculo. A él no le importaba ya eso, quería ir al ala izquierda de la iglesia, a sentarse a reír con las sirenas; quería tragarse sus carcajadas, acostarse a su lado, ser uno con los cuadros del suelo. Quería ir y reírse con ellas de las penas del hombre hasta que le doliera el estómago.
La gente había comenzado a murmurar. Rodrigo conoce el tipo de persona que murmura cuando falla un micrófono. Son los mismos que siempre entienden tarde el chiste del irlandés y la playa, los que solo pueden hacer las tareas de matemática en hojas cuadriculadas y los que cantan el coro de las canciones para simular que las saben. Pero no es culpa de ellos, tal vez algún día puedan redimirse.
Ahora Rodrigo espera ahora el momento en que regresa el sonido. Su madre diría "Gracias a Dios", el sacerdote asomaría los ojos entre sus dedos y el hombre del teclado regresaría corriendo a su puesto para tocar el Aleluya. Le gusta cuando sucede eso. Pero no pasa nada. Y Rodrigo también comienza a ponerse nervioso. Para distraerse, mira un rato al dragón, obeso y pusilánime. Si fuera un dragón noble y gallardo no tendría miedo del micrófono rebelde, porque él lo protegería, pero quién se atiene a un dragón que huye de una flor?
Pasan los minutos y el sonido sigue sin regresar. Entonces se levanta un señor de la primera fila de la izquierda, cruza el pasillo principal, aparta a las señoras gordas y se planta frente al púlpito. Rodrigo no lo conoce, pero es un gusto verlo. Tiene todos los 7 botones de la camisa bien puestos, los cordones amarrados y una esquina del pañuelo blanco escapa de la bolsa trasera del pantalón. Todo un caballero. Hace una señal en dirección a la puerta principal y a las dos laterales y entran varios hombres vestidos en traje entero, cada uno con una pequeña pistola en la mano. Rodrigo los cuenta, en total son diecinueve y todos visten de negro con una corbata roja y camisa blanca, y la misma esquina del pañuelo blanco en el bolsillo trasero.
Uno de los hombres se acerca al micrófono, saca un pequeño aparato azul del bosillo interno del saco y lo dirige hacia la orgullosa figura negra. El micrófono, vencido, cede. Vuelve a la formación el hombre del aparato y el primer sujeto toma la palabra. Rodrigo nota que tiene los ojos grises y tristes, como su dragón, pero tiene una actitud mucho más segura.
-Damas y caballeros, no hay de qué alarmarse. Esto es un asalto, pero somos profesionales y nadie saldrá herido. Tan solo depositen sus objetos de valor en los contenedores que estos señores pasarán y todo saldrá bien. Muchas Gracias.
El ala izquierda le fue asignada a un hombre con el cabello negro, corto y lacio y unos anteojos de borde dorado. Al señor de la segunda banca, el hombre lo dejó sacar unos papeles de su pensión de la billetera. Cuando pasó por la banca de Rodrigo, sonrió y les solicitó todos sus objetos de valor. La madre de Rodrigo entregó todos sus anillos, su cadena de oro puro y su billetera (en aquellos buenos tiempo cuando aun no habian telefonos celulares para poder robarse), pero miró con todo el desdén posible al hombre que la robaba. "Solo hago mi trabajo, señora", le dijo él con una sonrisa en la cara. Rodrigo no sonrió al entregar su nuevo reloj digital, negro y reluciente, que se había comprado el martes con los ahorros de los últimos siete meses.
Todo el proceso fue rápido (Rodrigo notó que ya no habían murmullos en las filas de atrás del lado derecho). Los diecinueve hombres regresaron junto a su líder, frente al altar, tan cerca de Rodrigo podría verles las pupilas brillando y las sonrisas impecables si no tuviera los ojos empañados por el llanto. El hombre del púlpito se despidió con unas cordiales palabras y recomendó no seguirlos, porque dijo que no querían herir a nadie. Hablaba con tal gracia que nadie pensó en hacer algo diferente a lo que decía.
Salieron todos por las puertas laterales, y el último hombre de cada puerta dejó un clavel en el portal. La iglesia entera contuvo el aire y no se oyó nada en todo el templo. Lentamente, el anciano sacerdote se levantó de su silla tras el altar (a él también le habían robado billetera y su collar de oro) y se encaminó hacia el púlpito. Cada paso suyo aumentaba la ansiedad de los feligreses, que ya empezaban a murmurar sin disimulo. Rodrigo oía a todos opinar de lo que diría en sacerdote, si condenaría el ataque y llamaría a perseguir a los ladrones (aunque él pensaba que sonaba muy fuerte esa palabra para un golpe tan elegante) o si exhortaría a mantener la calma y poner la otra mejilla.
Para el momento en que el sacerdote finalmente llegó al micrófono, toda la iglesia se había deslizado hasta el borde de sus asientos y Rodrigo llegó a pensar que hasta el dragón y la flor lo miraban para oír lo que diría. Pero en un último acto de rebeldía humillada, el micrófono se resistió a reproducir sus palabras y aunque el anciano trató en repetidas ocasiones, nada se oyó.
Nada logró el suspiro resignado del hombre del teclado desde su puesto ni los brinquitos inquietos de la madre de Rodrigo. La iglesia entera se quedó paralizada por el fiasco, hasta el mismo sacerdote miró desconcertado alrededor, buscando ayuda, y a Rodrigo dejó de parecerle gracioso que el micrófono no funcionara.
Por eso, cuando escuchó la carcajada grotesca de las sirenas romper el silencio desde el otro lado de la iglesia, Rodrigo hizo un juramente secreto de jamás volver a acercarse a ese maldito pasillo del ala izquierda.

viernes, 4 de julio de 2008

Funeral en un Pueblito

Que dicha que pudiste llegar. Nos tenías extrañados a todos. Yo cierro, no te preocupés. La sombrilla podés dejarla con las nuestras, en aquella puertecita. Si, ahí. ¡Cómo te has conservado, ni se te notan los años! Claro que no pensamos que no fueras a venir, ¡con lo que lo querías! Pero con este diluvio uno nunca sabe lo que puede pasar. Por ahí anda Rodolfo contando que vio un carro con el agua hasta el techo, allá por el Cristo Blanco. Por donde estaba la casa de Virginia. Bueno, no importa. Pero pasá, pasá, que venís chorreando agua. En la salita de al lado Quincho encontró una chimenea medio destruida y la prendió para matar el rato, acercáte. Vení y te enseño donde, porque entre este montón de gente uno no encuentra nada. Mirálo ahí está, te dejo en buenas manos, que creo que se acabaron las galletas y el café. Quihúbole, ¿cómo vas? Acercáte, a menos que querás morirte de una pulmonía y obligarnos a enterrarte a vos también. No jodás, vos sabés que así soy yo, no me veas con esa cara de sos un desalmado porque no es que me esté burlando de Manolo. Al rato te escucha desde allá y te cree y viene a jalarme las patas en la noche. Vení, vení, dejá de verme y secáte un poco, que prendí este fuego para todos. Dáme y te acerco este banco. Yo muy bien por dicha. Ahí está, exprimiéndome cada aliento la muy maldita. Y todo por unos sacos de papa cada seis meses. Sí, en eso tenés razón. La verdad es que uno nunca sabe con esto de las fincas, vieras como la tenía de linda Manolo y de pronto se va a morir. No, no sé a quién le tocará, pero creo que a Javier o a Melania, porque Manolo no dejó ni hijos ni testamento. Pero que dicha que llegaste vos, nada había sabido desde que oí que dejaste tirada la parcelita que te dio don Víctor. No digás eso, tu papá era un buen hombre. Bueno, te dejo que hace poco vi entrar a tía Victoria y vos sabés cómo se pone si uno no la saluda. Ni te burlés. Aunque no sea tu tía, vos sabes que ella hace años te adoptó en la familia. Ni vos te salvás de esa. Ahí nos vemos más tarde, no te perdás ¿Por qué ahí con la chimenea? No me digás ahora que le vas a hacer un poema al fuego, si son tres tristes llamas que prendió el bruto de Quincho. Vos y tu poesía que sale de todas las cosas. Mucho Neruda diría yo, eso es lo que pasa por leer tantos poemas, se le fríen a uno los sesos. Y bueno, ¿cómo estuvo el viaje hasta acá? Una lluvia de los mil diablos supongo. Sí claro, me imagino. Ahora que venía para acá me encontré un carro con el agua hasta el techo. Ah, ¿quién te contó? ¿Maribel?. Condenada esa, que es una chismosa. Pues sí, vieras que impresión, me lo tope allá por el Cristo Blanco, por el palo de mangos donde nos trepábamos los fines de semana. El pobre hombre se había ido en una zanja y apenas le dio tiempo de saltar. Iba mojado hasta los huesos, así como estás vos ahora. Le tocó una buena semana a Manolo para morirse, a él que le encantaba la lluvia. Yo no me quejo, sinceramente. Todos los brotes de zanahoria van a crecer ahora. Sí, gracias a Dios. ¿Vos seguís metida en esas de los libros? Yo pensé que te habías curado después de quemar la fiebre con aquella novela. Claro, por ahí la tengo, orgullosamente autografiada. Me leí unas partes, sí… Es que la verdad he estado de locos, algún día te prometo acabarla. La que sí se la leyó fue mi señora. ¿Cómo? Si hasta te invité a la boda, pero como vos ya no te aparecés por estos pueblos menores. Ya te la presento. Es aquella que está por el candelabro de bronce. Vamos y así podés saludar a Martita, que anda muy caída. Usted escribió el libro ¿verdad? Claro, por la fotografía de la parte de atrás. Rodolfo no ha tenido la cortesía de leerlo. No se deje engañar con sus inventos de que tiene mucho trabajo en la finca y que las zanahorias lo tienen loco. A esas solo les faltó sembrarse solas, ni que las vigilen ocupan. ¡Rodolfo Uribe, atrévase usted a desmentirme! Por cierto, soy Guillermina, que este cavernícola probablemente ni le dijo cómo me llamaba. Aunque por hoy se lo perdono, ahí donde usted lo ve parece muy tranquilo, pero lo trae loco que se haya muerto Manolo. Ustedes se conocían desde chiquillos, ¿verdad? Rodolfo me contó un par de historias de cuando estaban todos en el colegio y también Manolo me había contado una o dos. No me haga esa cara, que sí lo quiero, aunque a veces nos tratemos de un modo particular. Así somos. No, claro, yo entiendo. Usted vino desde allá para ver a Manolo y ni ha podido verlo y yo aquí hablando tonteras. El ataúd está en aquella esquina. Un placer. ¡Tanto tiempo! La última vez que te vi fue cuando te fuiste a la ciudad a estudiar. Sí, muy jodido todo. Miralo como está el pobre. Por cierto, esta cajita le quedó muy bonito a Quincho. Y todos que decían que compráramos un ataúd hecho. Se hubiera revolcado en su tumba el pobre Manolo de saber que gastamos un chorro de plata en cuatro piezas de madera. Pero por dicha le tocó una temporada de lluvias. ¿Te acordás aquella vez que nos fuimos a hacer malabares a la capital? Claro, que queríamos ahorrar para un viaje por el país. ¿Ahora si? Hubo una tarde que llovió como si se fuera a acabar el mundo y estábamos todos hechos un puño en un zaguán y el fiebre de Manolo bajo la lluvia. Ay Manolo que era especial. ¿Y te acordás del carro que se quedó hablando con él? Aquel que en vez de acelerar cuando se puso en verde el semáforo se quedó conversando como si no le pitaran. Sí, el mismo que le dio el fajo de billetes. ¿Te acordás que le dijo a Manolo que fuera feliz por la gente como él? Pero estoy seguro que te acordás del fiestón que hicimos con la plata que nos dio ese pobre infeliz. Digo infeliz porque no era feliz, no me malinterpretés. Pero ahora aquí quedó Manolo. Sí, un infarto. No, no, dicen que no sufrió, por dicha. Ay, ahí viene doña Victoria, mejor me voy a buscar a Mina. ¿Ya no saludás a la pobre tía Virginia? Es que crecen y se van para la ciudad y lo olvidan a uno. Vieras cómo hemos sufrido acá con lo de Manolo. Estoy segura que vos también, con lo que se llevaban de bien de jóvenes. Y me consta que todavía de viejos se mandaban cartas y que él se leyó tu libro. ¿Yo? Echando para adelante, no queda de otra. Aquí enterrando sobrinos, no puede ser posible, pero el Señor sabe por qué hace las cosas. Sí, claro en eso tenés razón. Me contaron que seguís con la manía de escribir. Yo me acuerdo que siempre te dio por esas; cuando estaban todos los chiquillos afuera entre los árboles o tirándose en el barro, vos agarrabas un libro en alguna esquina y no le dabas tregua. Hay gente así. Tu papá casi se vuelve loco cuando le dijiste que te ibas a dedicar a la literatura, pero la verdad yo estaba de acuerdo, porque es bueno tener a algún letrado por si acaso. ¿Trajiste algo para leer mañana en la misa? Ah, sí, ya entiendo. Si claro, solo a estar un rato a solas con Manolo. A mí me da por ahí a veces, se me mete ir a la tumba del coronel a hablar con él un rato, porque no hay nada más bueno que descargar la conciencia con un muerto. Siempre lo escuchan a uno. Disfrutá de la tranquilidad con Manolo, que ya no lo vas a ver más, y aquí nadie te va a interrumpir. Yo me voy también, cuidá esa juventud. ¡Viste que bonito me quedó el ataúd! Trabajé ayer toda la noche y me salió esta belleza. Sí, ya la saludé. Te dije que no te ibas a escapar de esa, ya la tía Virginia te adoptó y no perdona esos saludos. Ahorita sale con alguna indirecta de que ya no la querés o algo por el estilo. Sí, yo estaba con él. Vieras que muy tranquilo, solo soltó un gruñido mudo y terminó ahí donde lo ves, acurrucado entre girasoles y bromelias y cuanta flor rara pudimos encontrar. Una maravilla para Manolo, pero yo me asusté como nunca. Imaginate vos, estar ahí los dos fumando pipa y que se calle de pronto y no vuelva a hablar. Sí, así fue. Que rico contarle a alguien y que no intente abrazarlo a uno. No, no, no digo que seas así. Igual no jodás, siempre fuiste como una piedra para mostrar lo que sentís. No es que me queje, sólo es una observación. ¿Cómo? ¿Ya te vas? Acabás de llegar hace diez minutos y ya te querés ir… Bueno, ahí nos hablamos. Llamame si ocupás alguna ayudita con algo de ebanistería allá en la ciudad. Yo me podría echar el viajecito, nos tomamos un café y te ayudo. Me llamás… Te veo otra cara de cuando entraste. ¿Pero cómo va a ser que querás irte? Ah, ya. Claro, toda la razón. Tu sombrilla está ahí, mirala. Que gusto oir de vos y que hayas podido venir a estar un rato con Manolo, yo se que uno ocupa esos momentos tranquilos de ves en cuando. ¿Pudiste estar un rato con él? Bueno, vos sabes que aquí somos buenos para hablar. Saludos pues, seguí mandando tus libros, que todos los leemos. Y acordate de no irte por la calle del Cristo Blanco, o vas a ser la comidilla del pueblo en la vela del próximo muerto.