Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

sábado, 5 de noviembre de 2011

Adelanto

Cuando la negra tomaba el volante en sus manos (ya no en sentido figurado, sino en su Yaris 2003, pintoresco y sencillo como esas uvas verdes que venían sin semilla), dejábamos de aplastarnos contra la banca de madera detrás del Instituto y empezábamos a maquinar ángeles en la nieve en una playa neoyorquina o disertábamos animadamente del libro que habíamos visto en el maletín de la rubiecita que estudiaba francés donde el Curro, con el único insumo de la portada y las tremendas piezas tipográficas impresas sobre la portada: La heliconia del palacio. La negra sostenía que era una visión esotérica de la infancia, la flor trepada en el árbol materno y arraigada en el palacio del Padre, el viaje astral hasta la maceta del pasillo para creerse retoño de clavel; mientras que yo, incólumne en la variante victoriana que tenía entrepiernada esos últimos días, favorecía la obra clásica de las autoras que tropezaban a principios del siglo XIX con la temática inconclusa de la liberación femenina y la certeza de que una rubia que estudia francés no compraría una novela con ínfulas de filosófica, pues probablemente no habría pasado de leer a Simone de Beauvoir, meta volante que tampoco habíamos superado ni la negra ni yo

Las horas así se escurrían, entre felices y angustiosas, como cuando uno ve pasar entre los dedos lo último del agua que secuestró de la fuente pública y se sorprende porque se vaya y porque haya estado ahí tanto tiempo, porque el Yaris todavía permite las cosas idiotas y darle tres vueltas consecutivas a la rotonda sin que nadie lo sospeche se antoja necesario (hagámoslo negra, ¿quién va a notarlo? ningún otro carro le dará tantas vueltas como nosotros), desaparecer su carrocería japonesa en un rinconcito de los barrios burguesitos que tan bien conocemos y olvidarme de ella en los labios de la negra, en su pelo que esa una tromba marina, en sus ojos que entienden que la llamo por despecho profundo, porque la otra es una histriónica y porque cada vez que la veo se toma su personalidad tan a pecho que aspira a personaje de Brecht y quiere usar mi mentón para esperar a la actriz de reemplazo. No hablo de esto con la negra, no esa noche al menos; por ahora es reírse de la rubiecita en su cama que lee el libro y se lamenta por estar sola y escucha canciones francesas para sentirse amada, la negra y yo nos la imaginamos tocándose en su soledad y yo entonces bajo la mano por su muslo y se rompe la rubia y se rompe la otra, aunque sea por unas horas y los dos sepamos, cómplices como las copa de los árboles, que al final de la tarde ya no tendrá sentido seguir la farsa.