Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

miércoles, 11 de junio de 2008

Sueños de limones

Para Malibú,
que le dio la vida.

Es un prado. De esos que son delicias de los niños del mundo. De todos los colores permitidos, diría Van Gogh, obsesionado con su paleta. Verdes, diría él, obsesionado a muerte con los ojos de ella. Verde de sus ojos, ojos de mi niña, niña de ojos verdes.
Pero es un prado y eso jamás se lo arrebatará nadie. Edificado con gentileza sobre una sábana verde, con toques de rojo, de morado, de rosado, de sol. Una pradera viva. Y aquí y allá los pequeños detalles: el nido de gallinas de monte, el botón que se atreve a soñar con ser rosa, la piedra ancestral que se aburrió del mundo.
Verde que te quiero verde. Sube la colina y también baja. Y la vida que se desplaza inmisericorde por toda su anchura. Toca, siente, vibra, reanima. Sin pudor, se desliza entre las hebras mínimas de las hojas, entre el júbilo de la golondrina que vuela, entre los brazos que el viento levanta.
Y allá vienen ellos. Inocentes benjamines, con menos de metro treinta de andar por el mundo. Dicen sus madres: Julianita, no te vayas muy lejos. Felipito, no se me esconda por el monte. Pero allá en el prado todo se olvida, porque todo es verde, como los ojos de ella.
Corrieron. Un pastor perdido que lo veía a lo lejos dijo que soñaban. Pero solo corrían. Todavía no llegaba la imaginación a jugar con ellos. Entre flores y nubes y alondras y soles. Y corrieron hasta capturar la colina con sus risas. Entonces se vieron.
Verde que te quiero verde. Los ojos de ella eran el monte, el prado, el mundo. Hijos de héroes o de dioses. Y allá donde él estaba una mirada de ella lo agarró del pecho y se quedó sin aire, y deseó ir al lecho donde duermen esos ojos, donde nacen todas las cosas del mundo y todas las palabras cobran vida.
¿Y si pudiera ver por los ojos de ella? Entonces sería el mar esmeralda con un Poseidón imponente. Espumoso, rebosante de luces de limones que lloran para alegrar al cosmos, de sueños de culantro y de sonrisas de perejil. O un bosque colosal que temblando de gozo espera, o el lamento de uvas y manzanas que cantaron al cielo. Y son allá, al fondo, las estrellas con sus tonos verdosos que gotean pedacitos de escarcha constelada.
Es la Monalisa con sus ojos de aceituna, son las sirenas con sus ojos cantados por Homero. Son luceros sacados del seno del mundo. Son verdes, siempre verdes, son rebosantes, son amor marino, son de ella y él quiere que sean para él. Que lo miren a él y le hablen a él y lo encuentren a él.
Verde que te quiero verde. Pero ya se va ella con sus ojos. Lo despertó de su sueño escondido, de su utópica fantasía de pupilas y esmeraldas y romero y limones. Ya se va con sus trenzas saltando y lo deja a él cuadrado y mudo.
Y se va a saltar a otras praderas, a otras colinas, a otras dimensiones, verdes como sus ojos y no como los de él. Y se va. A mirar a otros niños en otros prados en otros mundos. Y ahí queda él, solo, con el olor a mar todavía pegada en su ropa.

domingo, 8 de junio de 2008

Homenaje

“Digo adiós con la mano,
A ustedes mis héroes.
Ustedes los míos.”

C. Solís


Hoy los vi.
Todavía caminan por las calles del mundo.
Sin capas, ni uniformes de colores,
ni anillos victoriosos.
Héroes desinteresados,
como si no fueran únicos.
Inmersos (ellos y yo)
en una nostalgia incierta
de carcajadas a media mañana,
y clases de matemática
y partidos de futbol.


Llegamos todos al futuro prometido,
al futuro que soñamos con ligereza,
con inocencia.
Éramos chiquillos imprudentes,
que querían ser ingenieros
y abogados y arquitectos
y periodistas.
Fuimos de esos niños tontos
que juegan a ser grandes.


Así estamos ahora.
Solos.
Repartidos y partidos.
Cojos del espíritu,
caminando a ciegas en tierras nuevas.
Conjugando todos los verbos en pasado.
Diciendo: yo era, yo soñaba,
yo quería, yo jugué.


Y vivimos la angustia del recuerdo,
de viajes a islas lejanas
y a fincas perdidas
donde aprendimos a decir nosotros.
Sentimos la angustia de lo que no vuelve.


Pero todavía los veo en pie.
A ellos, mis héroes de infancia.
Creando, sintiendo,
vibrando.
Todavía recuerdan como mirar al del lado,
como esgrimir un abrazo.
Y todavía sueñan y cantan
y ríen y viven,
y hacen todas las cosas que nos hicieron
ser nosotros.
Y a veces también lloran (y lloro yo).


Y allí serán siempre ellos,
y seré siempre yo y vos
y todos.
Y si acaso los años no nos traicionan,
y todavía recordamos como reír abrazados,
seremos siempre
esos héroes encubiertos,
esos niños grandes,
esos viejos melancólicos.

Seremos siempre
nosotros.

miércoles, 4 de junio de 2008

De Ramón y los Gordos

A Cata Solís,
que es.

Ya comienza el desfile. Zapatos negros recién lustrados. Un anillo en cada dedo y cada mano abrazada a un habano. Todos fuertemende escortados por sendas bellezas calladas, un poco porque no saben qué decir, un poco porque no saben qué pueden decir.
Se sienta el primero. Pesado, rotundo, absoluto. Acaso se voltea sobre el hombro y llama a la belleza. Un martini dice.
Ya van cayendo los otros. Desfigurándose entre las humaradas del habano, pero aterrizando precisos en cada silla. Son cuatro y el quinto no llega. Y no llega. Y no llegó, dijo el más gordo.
Entonces Ramón quedó, con su corbata mal ajustada y su hebilla herrumbrada, sentado entre cuatro enormidades. Le tocan tres torres de batallones del menos gordo, por ser el menos gordo. Listos, fuera...
Bailan entonces los reyes sobre la mesa. Y un humilde cuatro que el gordo del habano despreció por el pecado de ser cuatro y no ser reina. Y Ramón con un mundo entre sus manos. "Lucy in the sky with diamonds" clamaba la radio, y Ramón cubriendo su mano para que no la viera el parlante.
Es el más rotundo de todos el primero que arriba al centro. Ramón se queda petrificado por el abultado ataque, porque de aceptarlo perdería de golpe sus humildes torres. Tiembla un poco el labio. Y el ojo izquierdo, pero ese es un tic que trae de nacimiento.
Pasan los gordos a contener el ataque. En su titánica inmensidad no ceden un centímetro, y el de más anillos se da el lujo de contraatacar con un llavero. Le pasan la batuta a Ramón, que mira desesperado sus recursos. Están todos los diamantes, pero falta Lucy.
Y lo que podría hacer con tanto. La casa con las ventanas blancas. El Chevelle. La Universidad para Felipito. Una nueva estantería para la sala. Entonces empieza el juego de ojos y se vuelven todos académicos.
Tic que a nervio obedece que por ojo es visto. Labio que al tic obedece que por ojo es visto. Mueca que al labio obedece que por ojo es visto. Ojo que observa a ojo que por ojo es visto. Y Ramón viendo diamantes en su mano, sin Lucy para que cante con ellos.
Algo recordó de Napoleón, algo que sacó de un libro de la sala. Grande, excelencia, piensa. Y despacha torres y llaves al campo. Respira. Respira otra vez. Sigue respirando. Ya pasó.
Todos los gordos lo miran y miran las llaves. Acaso el anillado dibuja una sonrisa prepotente y todos completan sus formaciones. Se cierra la arena.
Deslizan entonces un par de desechos, y reciben carne fresca. Allá fue el cuatro que no supo ser reina. Lo reemplaza un seis, igual de mal recibido. Todos se renuevan y solo falta Ramón, que temeroso solo pide un refuerzo. Pero lo deja anónimo.
Sigue el cuadrilátero cerrado y acuerdan no abrirlo. Los gordos todavía no quieren perder más de un llavero esa noche y se enfrascan en calladas luchas consigo mismo. Y sigue el enmascarado esperando, siendo emperador y sirviente a la vez.
Abre su abanico el ufano gordo más gordo. Un monumento a la Sagrada Trinidad. Respira intranquilo el gordo del habano y ni habla ni gime, cediendo la palabra sin sufrir mucho. El gordo anillado ofrece un monocromático espectáculo que contra todo pronóstico desinfla al primer expositor. Finalmente el menos aplastante muestra un elegante encaje de príncipes y nueves que todo humilla.
Y se hincha el último gordo de orgullo y prepotencia, mirando con desprecio a su alrededor. Entonces son cuatro pares de ojos fijos en los ojos de Ramón, que están fijos en el salvador anónimo que callado lo espera.
Con los temblores que la ocasión amerita, rompe el secreto del enviado especial y respira. Allí estaba Lucy, con la misma sencillez de siempre, dispuesta a coronar el cielo.
Deleita entonces Ramón a los gordos con su constelación de diamantes, sólidamente fundada en un 10 y finalizada con gallardía en la primera letra de todas. Y se alza con los cinco llaveros y las cinco fortunas y huye hacia el júbilo porque su Dios existe.
Pero los gordos, que se sorprendieron por solo un segundo, sacan un nuevo llavero y piden nuevas torres. Y al cabo de unas horas, lo único que recordarían de Ramón sería un nudo de corbata mal hecho y una hebilla herrumbrada