Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

martes, 21 de julio de 2009

Lo dicho

A Claudia, semanas después
Ahora estoy solo,
es de noche.
Se me ocurre decirle
tantas cosas,
por ejemplo,

Hola,
sucede que estoy leyendo
y pensé en hablarle.
Nada serio, no pasa nada,
solo quiero hablar con usted,
no importa si es de
algo grande e importante
o un asunto muy tonto,
claro que prefiero
una tontera
para poder hablarle siendo más yo
y todo eso,
pero bueno, hablemos
de las rutas de las ballenas
o el karma
o las caricaturas de los noventas.
Solo para oír su voz,
o leer sus palabras,
viera que se siente bien.

Pero no la llamo,
disculpe,
ni le escribo.
Sigo solo. Aún es de noche.
Se me ocurren todavía
miles de cosas,
por ejemplo,

Hola,
que chiva es usted.
Tal vez casi no la conozco,
es cierto
han sido solamente
chispas y ruedos que se levantan
por segundos,
pero en serio,
usted sí es chiva,
y no me odie por favor.
Que estas semanas vivo para
ese minuto que me sienta
grande y fuerte
y pueda decirle
que usted es muy chiva.

Ya casi amanezco,
con papeles y pantallas
en blanco.
Todavía con miles de cosas
que pagaría por decirle.

Hola,
usted me hace sentir poeta.

Ojos de mujer, mujer de ojos

Estás sentado en un caño de Iquique, pero bien podrías estar bañándote en un hotel inglés o eligiendo entre dos lomitos en una carnicería de pueblo. Pero hoy estás en Iquique. Tres niños juegan canicas en la acera de enfrente, sombreados por un generoso laurel de las indias. Decidís entrar al café de la esquina.

La mesera es una gordita tímida y señalará el menú con el lapicero, como invitándote. Vos la mirás a los ojos, siempre lo hacés para hablar, y le decís: "Café negro, sin azúcar, por favor. Y dos tostadas con jalea." Tal vez ella te entiende, garabatea en la libreta y se aleja. Mirás por la ventana a los chiquillos de las canicas.

El café te huele a avellanas y cacao, aunque nunca has olido una sola avellana. La gordita vuelve con una taza amarillenta y las dos tostadas. Sonríe con suprema discreción y se retira. Tu plato te resulta agradable, en particular la jalea que corona la humilde merienda.

Comés en silencio, echás otra mirada minuciosa a la partida de canicas que casi acaba y limpiás las boronas con la punta del dedo índice. Todos los días terminan iguales, café al final de la tarde y vas para tu casa a sentarte frente al tele. A veces parás de camino a ver el atardecer, que por ahí de agosto se ponen muy lindos.

Pasás a pagar y la cajera, manos suaves y planas, te recibe el monedero. Entonces la ves a los ojos, para decirle "Gracias, deje el vuelto para la mesera", pero no podés. Los ojos, son los ojos, los ojos. Es presenciar dos amaneceres en desbandada. Ella tal vez te nota, tuerce los labios agradecida y baja la mirada. No pasa de los veinte, contra tus treinta y tantos. Una o varias arañas muy peludas te recorren la silueta del hígado y llegan hasta el estómago. Otra vez buscás sus ojos, sos un caballero, y le decís: "Gracias" sin más rodeos.

Ahora salís del café, la mirás una última vez por la ventana. La acera se ofrece, larga, para caminarla con las manos en los bolsillos. Bajás la avenida lentamente, un niño corre con una gran bolsa de canicas de todos colores. Pasan los carros a tu lado y terminás por inercia frente a tu casa. Subís a tu cuarto y abrís la gaveta donde están todos los poemas de los últimos veintitrés años, apilados en un montón. La madrugada se pasa en leer y releer cada verso hasta encontarlo.

La mañana es un chapuzón ligero y dos nuevas tostadas, ahora con mantequilla de tu refrigerador. Los ruidos característicos de los jueves se suceden tras tu ventana. Salís de la casa sin paraguas, con una chaqueta liviana y un poema doblado en cuatro en la mano, un caso lindísimo y utópico que escribiste cuando apenas descubrías la poesía.

Trabajás eficiente en la oficina, sabés que podés sacar el trabajo en siete horas y tener tiempo para vos. Durante el día pensás el poema. Cuatro o cinco veces lo extendés sobre el escritorio, nervioso porque las comas y los puntos pueden aguarlo. Tomás un lapicero, tentado a tachar una línea, pero lo dejás así, veinte años después nada puede hacerse por el pomea, atacás la pila enorme de expedientes por procesar y estás afuera hora y media antes.

En el café te sentás en la misma mesa y la misma gordita tímida llega a señalar el menú con el lapicero. Pareciera un déjà vu. Pedís el café y las dos tostadas, siempre mirando los ojitos redondísimos y a media asta. Afuera, siguen los chiquillos traveseando las canicas, frente al caño que hoy no ocupaste.

Tirás el poema sobre la mesa, de punta a punta. Lo releés dos veces, con las manos sosteniéndote la cara. Entonces ella se acerca, ojos de mujer, mujer de ojos, y toma asiento frente a vos. Te mira a los ojos, como vos cuando le hablás a la gente, y recita cada verso del poema que vos ya habías guardado en el bolsillo, el poema que apareció una noche lluviosa y quedó confinado a la gaveta oscura, el poema que nadie conoce sino vos.

Llega la gordita con el café y el plato con las tostadas. Ella te sigue mirando con su cara de estrofa de siete versos y más allá de esos ojos entendés. Los niños siguen jugando canicas, la gordita baila entre las mesas y el olor a avellanas se multiplica. Le ofrecés una tostada, pero te dice que ella nunca come. Claro. Con la mano temblorosa tomás un trago largo de café.

Ella te toma de las manos, arquea las comisuras de los ojos y te dice: "Gracias por no cambiarme esta tarde en la oficina".

martes, 14 de julio de 2009

Espejo doble dentro del Espejo

Cateto al cuadrado igual a hipotenusa. Pero en geometría euclideana. Si mutamos un poco, si nos dejamos arrastrar a los campos ignotos de tantas otras geometrías y ombligos, cateto por cateto puede llegar a significar una cabra o dos estrellas fugaces. Tal vez por eso uno sigue dando vueltas, por la certeza de dar la vuelta y no entender nada, de comprender que las dudas son más reales. Si camino cuatro pasos en línea recta, sobre una línea amarilla que un niño recién dibujo sobre la acera, habré avanzado poco menos de lo necesario. Pongo un pie exactamente frente al otro, me dejo llevar por la magia del momento, el suelo acoge al talón con un abrazo fraternal y la punta de la bota se siente hermana con los vellitos minúsculos del musgo entre los adoquines. Si camino cuatro pasos, es menos. Cinco tal vez sea, pero eso depende de ella.

Me mira dar mis cinco pasos, o leer las primeras cincuenta páginas de un libro y me deja pensar que así descubro cosas. Ella entiende que maneja mi mundo, que puede decir: al carajo la aritmética y la sintaxis o de pronto obligarme a escribir con ene antes de pe y be. Nosotros somos esos que sabemos que deberíamos, que el cosmos y la sexta estrella confabulan con toda la gracia del mundo, arrastrados con un fanatismo casi avasallador. La sirena le cantaba a Ulises pero como Ulises no la escucha, la sirena no existe. Si ella me canta pero yo no la oigo o elijo un librito llano y sencillo que escribió García Márquez en lugar de tomar el volumen de Cortázar bajo el brazo y huir de la tienda, si hago esas pequeñas decisiones que también son las decisiones de ella, entonces los catetos se descuadran todos y empieza a tener más sentido las tazas de té muy cargadas de azúcar o las sombrillas mojadas. Pero todas son tazas y sombrillas hermosamente previstas y largamente esperadas.

Ella sabe cuando tiene que asomarse al pozo negro de mis letras y leer algunas, sorteando con cuidado entre las anotaciones al margen. El péndulo sigue volando en la caja galáxica del tiempo, y cuando se acerca a mi esquina me desbarata el jaque mate y cuando pasa por la de ella le arrebata la caña de pescar. Yo puedo decir sol y ella puede entender luna, que los dos sabemos que es lo mismo porque trascendemos las palabras. Es como si esto fuera un sueño de un elefante, todo paquidérmico y con otras elefantas bailando. Igual se entiende, no se necesita mínimo común divisor, ni dialogar pasmosamente acerca de música brasileña o sentarse horas profundísimas a intentar contemplarse la vida mutuamente.

Yo escribo porque ella lee, pero si no lee no existe lo que escribo. Si decide medir en pulgadas lo que tracé en milímetros, lo desmenuza y punto, pero yo la entiendo. A veces no podemos ocultar la sencilla lucidez con que negociamos cada previo detalle, hablar las sílabas más básicas con antelación, porque todo lo mío nace de ella y lo de ella nace de mí. Ya conocemos todos nuestros ojos y todas nuestras voces de aquí a la tumba y otra vez al regreso, si nos observa un roble o un odontólogo, lo mismo da. A veces no queda más que poner con suculencia un pie delante del otro y completar los cinco pasos sobre la línea amarilla, o verde o azul noche. Que maravilla que ella derrumbe la torre de naipes donde menos lo preveía pero donde siempre supuse.