Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

miércoles, 29 de octubre de 2008

Lo Felis

Felisidad es poder
escribir con ese.

Poner las íes sobre
los puntos.
O tildar palabras
que deberían.
Como Crúz.

Justificar los párrafos,
amasar las líneas,
torcer estrofas
que queden sueltas.
Escribir a mano alzada,
con la punta de los d edos.
Torpemente.
Ser felis.

En el fondo
la felisidad seguirá felis,
porque no se interesa
en esos asuntos de eses y ces.

Ser felis es olvidarse
de ese cuadrito
que llaman forma.

miércoles, 22 de octubre de 2008

La Autobiografía

"A veces siento que soy un personaje más"
Claudio del Barco
El viento estaba estancado en el cuartito. Dejó la última página del nuevo libro sobre el escritorio, recién pasada por la máquina de escribir. Se asomó al mundo: afuera amanecía. Tomó la hoja y la releyó mordiéndose los labios. Sonrió satisfecho.

Eduardo se maravilló de su genialidad.

Cuando se levantó de la silla, se dio cuenta que le temblaban las manos, pero no hizo caso. En la refrigeradora encontró dos galletas de chocolate y media caja de leche. Comió religiosamente y no se lavó los dientes, porque tenía que dejarse el sabor a horno de abuela y a avena. Dio unas vueltas por el cuartito y se sentó en la cama.

-Ya acabaste. Tenés que hacerlo.

Salió al balcón a fumarse su último cigarro. Le supo tan bien que decidió tomar otro. Nadie lo iba a saber, aunque la hoja dijera uno, nadie iba a saber que eran dos. Después pensó que era un poco gris el final, pero ya estaba hecho. El viento intentaba escurrirse por debajo de la puerta, pero no podía.

Asomado al mundo, el balcón parecía la proa de un barco.

La ciudad seguía en brumas. Pensó en los miles que morían en el mundo a cada minuto. Los millones. Algunos buscando migajas de pan, otros en coches-bomba. Los suertudos atropellados por un tumulto en La Mecca. Y la hoja decía que el balcón.

-Pero ya lo dice, vos sabés que sí.

En la acera frente al abastecedor paseaban dos mendigos. Pensó en Heriberto Brenes, que lo mataron en un asalto. Comenzó a recordar. La Nana, ahogada. Aquel muchachillo de la calle Rojas, el camión de frutas. Julio, peritonitis. Mamá Gerardina, infarto cardíaco. Y el balcón.

-Sos un mediocre.

Arrojó desde el sétimo piso el cigarrillo. Voló como una mariposa torpe. El viento no llegaba hasta el balcón. Acongojado, miró la hoja en el escritorio, el plato con las boronas de galletas y la cajetilla de cigarros. Cogió el tercero y siguió fumando.

La más bonita fue con Tavo Vargas. Todavía en el útero materno, unos giros imprudentes y el cordon umbilical. Sencillo y brillante. Obra maestra. Claro que no podía poner eso en la última página, arriba de los tres asteriscos finales. Una lástima. Eduardo pensó que quería otro cigarro, pero con uno bastaba.

-Todos mueren de un modo u otro. A todos les toca.

Quería recordar un solo relato que sí, pero niguno. Margarita fue de amor, una cursilería de cuando era joven. El Duque de reumatismo. Javier del Sello, duelo de espadas. Penetración limpia, pulmón izquierdo. Bello. A todos les dio una buena salida, y para el último libro se le ocurrió un balcón. Casi se escupe a sí mismo.

Acabó el tercer cigarro y lo tiró. Esta vez no lo vio caer. Tomó la hoja, la dejó con las demás y les puso un ladrillo encima. Todas tenían número, alguien las iba a ordenar. Cerró un par de gavetas, acomodó el escritorio y abrió las cortinas.

-Mejor.

Dio unos pasos hasta el balcón y una vez ahí se sintió infinito. Puso las manos sudadas sobre el barandal y tensó todos los músculos del cuerpo.

Por primera vez en su vida, sintió el viento en la cara.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El Bus de la Ruta 7

"Cuando no estamos en la una, estamos en la otra."
Miguel de Cervantes Saavedra

Corro en medias por la casa, sin atreverme a franquear la puerta de la cocina porque afuera está el viento silbando, las guirnaldas con lucecitas de colores y ella con su sombrilla púrpura. Pita la cafetera y ese jadeo familiar me reconforta, me hace olvidar su cara cercana y retomo el trote por los pasillos oscuros, tan calientes que me apena pensar en salir. Ella está de pie con los libros en la mano, esperando con sus ojos azules algo que no sabe que espera, mientras yo valoro el esfuerzo de empujar la puerta.

El otro se aprovecha de la duda y se prepara desde el asiento junto a la ventanilla. Yo ya conozco su método. Mira un rato hacia afuera, como el que no desea la charla, y después gira para decir algo, una frase que masticó por años, un pensamiento que le roba al barrecaños dos filas adelante, lo que sea. No discrimina. Es efectiva por la indiferencia que le imprime, esa maña para hacerle entender que no le importa lo que ella diga.

Yo me asomo por los ventanales de la cocina, buscando un gesto que la delate. Me estiro para verla mejor, de puntillas sobre la mesa de roble, y tal vez ese dedo arreglando la ceja, ese tic infantil de recogerse el pelo. Pero ¿cómo saber? Es más fácil seguir corriendo, las medias resbalan bien sobre el piso de madera y no la veo desde los pasillos de atrás. Todavía me tienta empujar la puerta, dar el paso afuera, saber si el viento sigue ahí. Ella ahora me sabe existente y me duele como punzadas, abajo de la axila.

El viejo que estaba al lado del otro saca su bastón de marfil y se baja. Ella ocupa su lugar, del lado del pasillo, con los libros en el regazo y la sombrilla púrpura en el suelo. El otro está ocupado contando abetos por la ventana o imaginando una pirámide de fósforos. Se lo dice a ella (la línea trabajadísima). Ella procesa cada palabra y da el veredicto: “Yo la imagino con lápices rojos”. Sonríen.

Esto de la timidez es como el estornudo que no sale aunque se espere. A veces solo queda tirarse en los bancos de la cocina, desarmarse al lado del fogón, esconderse de los ventanales. Desde acá adentro la veo. Siento su brazo moverse sobre mi mano, sus pelos diminutos jugando a las cosquillas. Lo peor es no poder ocultarse, saber esa caricia absurda aunque me pierda en los pasillos del fondo, escuchar su respiración nerviosa. No entiende mi silencio.

El otro me aparte y acude. Esboza una sonrisa, la deja temblando unos segundos para que ella sepa. Retoma los lápices rojos y los fósforos, y juega con ellos hasta confundirlos. Ella toma un lápiz para encender su cigarro y el otro le ríe la gracia. Así pasan unos minutos. Tienen habilidad. Se escurren por temas imposibles: los dentistas, novelas de bazar, las piedras redondas. El otro sí sabe cómo.

Ya no quiero jugar. Sus enormes ojos azules me estudian a través de los ventanales y mi cocina se hace más pequeña. Corro por la casa otra vez, pero sigue su voz en el fondo. Dice algo como “Hablá” y me toca, porque se lo debo al otro. Llego hasta la cocina, empujo la puerta y doy un paso afuera, decidido a hacerlo. Pero caigo en un charco enorme, redondo y horrible. La media se moja, me pesa y siento náusea. Doy un portazo y huyo al pasillo más lejano, a llorar por mi pie empapado.

Ella ya tiene que irse y se cansó. El otro entra de relevo, pero tarde. Ya se va bajando ella por la puerta trasera, en la parada del Correo. Yo sigo enrollado en mi desesperación, en mi asco hacia la media. Por la puerta trasera, todavía abierta, entra indiscreto el viento y penetra por los huecos del zapato. Está frío.

El otro se frota duro las manos y dice: “Se me están congelando los pies”.

domingo, 5 de octubre de 2008

Tarde de Jueves

"Con cada vez que te veo nueva admiración me das, y cuando te miro más aún más mirarte deseo."
Pedro Calderón de la Barca
Me siento en el borde. Huele a rosas de papel, a manos embarradas de goma y tijeras herrumbradas. Abajo está Rocío armando y desarmando, juega a diosa pagana entre sus montoncitos de hojas. Pareciera que teje.
En la esquina, alineó los aviones rojos, las pajaritas y las cruces que le llevará al padre Román para el bautizo del viernes. Cuando vibra uno, ella lo mira maternal pero inflexible; lo calma y sigue enhebrando patas y ruedas, ajena a su grandeza.
Me inclino para escucharla tararear; todavía no me sabe y puedo verla unos minutos más hasta que encuentre mi respiración desde el borde. Estoy tentado a decirle decirle: "Sos enorme y quiero que me dejés verte por siempre". Pero no. Sería idiota.
Acaba de florecer un hipopótamo verde entre sus manos. Sonrío porque es lo que se me ocurre. Si Rocío se sentara a enseñar el abecedario a sus creaturas, no me sorprendería. Decir "Son tan humanos..." sería insultarlos. Son más bien elocuentes y sencillos, maromas humildes y breves.
Cierro los ojos un par de minutos para maravillarme cuando los abra y encuentre cosas nuevas. Siempre son tan nuevas.
Al final, creo que me descubre. Alza el vuelo un avioncito rojo y da tres vueltas alrededor mío. Ella me ve con lástima, aunque no me ve. Sigue concentrada en el triciclo que arma, que sí merece su atención.
Yo me deslizo del borde y caigo de mi lado. Me resigno y busco el camino hasta el taller. Todavía tengo que acabar la pajarita que comencé el lunes...