Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

viernes, 5 de diciembre de 2008

Macadamia

"A veces, cuando ya estábamos juntos,
alguien dejaba caer una cucharita afuera y despertábamos"
Gabriel García Márquez

1

Estamos en el cuarto. Ella está sentada frente al espejo grande y se peina su melena negra con el cepillo que usaba mamá. Cada cierto tiempo levanta sus ojos hacia mí, pero los del espejo, y siento que juega dominó en mi pupila. Yo sigo sentado en la cama, esperando que termine de arreglarse el pelo. Algo en el aire huele a macadamia tostada. Debe ser el cepillo.

Yo digo: “Algo huele a macadamia”. Ella sigue bajando y subiendo su mano, como si el mundo dependiera de eso. Como si el cepillo no apestara a macadamia recién sacada del horno. Se mira en el espejo, pero a veces me ve a mí. Me tiendo en la cama, boca abajo, con la cara mirando hacia la pared opuesta a ella, para que no pueda verme a través del espejo.

Oigo el cepillo sobre la mesa y ella que se levanta. Entonces pensamos en abrir una ventana para mover el aire del cuarto, pero nos aterra la idea. Se acuesta a mi lado, sin tocarme. Pero la siento respirar. Se mueve su pecho.

Ella sabe que la veo y me dice: “Deberíamos irnos, mañana es miércoles”. Yo tengo miedo de soñar con otra mujer el próximo martes, una que no sepa usar el cepillo de mamá. Entre las tablas de la pared entra un rayo de luz. Amanece y ya debemos despertar. Tal vez sea ella la que huele a macadamia.

2

Cambiamos papeles. Yo leo los diarios del mes pasado con los lentes de su papá. Estoy sentado en un sillón de cuero gastado, que pica en los antebrazos cuando me apoyo. Las noticias son las mismas del mes pasado. Ni los anteojos logran encontrar otro enfoque. Ella me espera en un rincón del suelo, jugando con una bufanda. La enrolla en su cuello y cuando la suelta, cambia de color. Pero yo leo.

Se acerca hasta el sillón y queda a mi lado, respirando. En el centro del cuarto está la cama, despreciada. Ella dice: “No nos conocemos”. Lo pienso, pero sí recuerdo. Le digo: “Nos vimos una vez”. Entonces ella se aparta del sillón y vuelve con la bufanda, esta vez sobre la cama. Me responde: “Solo vos nos viste, mejor sigamos soñando”.

3

Sentado en la cama, la espero. Las paredes del cuarto no tienen color, porque acá las palabras se olvidan. Puedo oler los colores, pero no recuerdo cómo describirlos. La macadamia volvió. Es una palabra lejana, de algún lugar entre los trópicos. Si digo “macadamia” frente al espejo, siento que llueve.

Ella entra por la ventana. Corro a abrazarla y a decirle al oído palabras suaves, porque odia la ventana. “Gárgola, sandía, entendimiento, principado” le digo y creo que entiende. Nos quedamos ovillados los dos, volcados sobre el otro.

Ella me dice: “Casi no llego”. Le veo los ojitos cuadrados por el pánico. Afuera comienza a caer una lluvia ligera, suena a trote de cachorro. Yo pienso en los geranios que ella tiene en el balcón, que florecerán con la lluvia. Las flores son rojas. O eso dice ella, porque yo no conozco su balcón. Tampoco su casa. Apenas la he visto pasar.

4

Entro al cuarto por la puerta de madera. Ella me espera en la cama, manoseando un lápiz rojo. Lo tira y lo atrapa, una y otra vez. Cierro la puerta con cuidado, para no distraerla. La espero junto a la cama, sin mirarla. Cuando por fin se le cae, vuelve la cara a la pared y dice: “Llevo cuatro años aquí”. No es rencor, es desilusión. La siento escurrirse entre las sábanas.

Me siento a su lado, pongo mis manos sobre las rodillas y respiro. El aire se llena de macadamia. Busco en las paredes y está de un lado el espejo con el banco y al otro el sillón de cuero. Ella lo notó, porque no me dijo nada. Me inclino sobre ella y busco sus labios. Los ofrece de costado, sin interés.

A un tiempo nos levantamos y yo leo los diarios en el sillón y ella se peina la melena. Los lentes de su padre no me sirven, tienen demasiado aumento. No distingo las letras de los titulares. Me concentro en las fotografías de la sección de deportes. Ella sigue cepillándose, pero lo hace más pausadamente. Casi con dificultad. Me dice: “Este cepillo huele a sábila”. Yo le digo: “No”.

Paso un par de páginas del periódico, pero no logro leer nada. La miro. Sigue sentada frente al espejo, pero ahora me mira a mí. El aire se enturbió y me levanto para abrir la ventana, pero no entra viento. Entonces le digo: “Hoy te vi en la calle”. Vuelve hacia mí un segundo sus ojos y sigue peinándose, absorta en el cepillo. Doy vueltas por el cuarto hasta que aterrizo en el sillón. Yo digo: “Hoy te vi, pero no eras vos”.

Ella-en-el-espejo me mira, pero ella sigue ocupada cepillándose. Sus manos suben y bajan por su melena, buscando imperfecciones para doblegar. Dice: “Después de cuatro años” y yo digo: “Sí, pero no eras vos”.

Regreso al sillón, me esperan los lentes y el diario. Trato cerrando el ojo derecho, luego el izquierdo, luego sin los lentes. Pero no puedo. Mis anteojos los dejé en mi cuarto. Me estiro en la cama y juego con las almohadas. Yo digo: “Pero no eras vos”. Entonces escucho el sonido del peine de mamá quebrándose y un olor muy fuerte a macadamia. Ella mira los restos del peine y dice: “Es porque perdiste cuatro años soñando conmigo”.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Matilde

Matilde estaba buscando una caja de fósforos. Abrió las tres gavetas del escritorio, movió los libros de la biblioteca y tragó polvo. Tosió generosamente y continuó la búsqueda. Las colección de tazas, la caja de las medias, el vaso donde guarbada lapiceros. Nada. Le quedaban todavía veinte minutos hasta el toque de queda.

Iluminada apenas por lo último del día, abrió la gaveta de la mesa de noche. No había fósforos, pero sintió un bulto extraño. Movió papeles viejos y unas monedas de Perú y encontró un cuadernito rojo y empolvado. Lo limpió con su enagua y lo abrió en la primera página.

"Roberto Ortiz. 1964"

Habían varios papeles sueltos. Una tarjeta de cumpleaños, un marcalibros, una hoja cuadriculada doblada en ocho. Matilde pasó las páginas y leyó un pedazo al azar.

"29 de marzo.
La mujer ideal existe. Odia las rosas y la Monalisa. Sabe hablar en colores y hay días que se siente roja. Algún día nos sentaremos en Santiago a contar piedras a la orilla de un caño. Escucha a Chuck Berry y ama las velas.
La mujer ideal existe. Solo hay que encontrarla."

Los fósforos pasaron a segundo plano. A Matilde se le encresparon los muslos y pensó a abrir los sobres amarillos. Llamó a Javier para consultarle, pero no respondió. Salió corriendo del cuarto a buscarlo.

-Hay un diario de hace once años en nuestro cuarto.
-Lo habrá dejado el que dormía ahí.
-¿Quién era?
-Pregúntale a la casera. ¿Trajiste los fósforos?

Matilde volvió al cuarto. El cuaderno rojo estaba abierto sobre la cama, invitándola. Lo puso sobre sus regazos y continuó la lectura.

"2 de junio.
El mundo gira alrededor de ella y lo sabe.
Pobre, repartirse entre tantos idealistas. Allá andará. Viste una falda larga y colorida. Todavía respira como nosotros. Maja las hojas secas, no ocupa papel rayado para escribir y colecciona lo que encuentra en la calle. Jamás entiende un chiste tarde, ríe con todo el cuerpo y prefiere los lapiceros azules.
Pero todavía camina."

Dejó el cuaderno a un lado y buscó los fósforos. Había una caja bajo la cama. Volvió al comedor donde la esperaba Javier y prendió la candela. La cena estaba calentándose en la cocina de gas. Los pericos acababan de comer. Solo podían esperar y faltaban siete minutos para el toque de queda.

-Era mejor cuando teníamos luz.
-No seas tonto. Las candelas dan luz.
-Tú me entiendes.
-Sí, pero no.

Matilde cruzó los brazos. Roberto Ortiz no hubiera dicho nada de la electricidad. Habría aceptado el toque de queda, sacado un dominó y reído. Hay días que no hay que leer cuadernos rojos, pensó Matilde. Buscó otra candela, robó llama a la que estaba sobre la mesa y dijo a Javier que no tardaba. Él quedó en la mesa del comedor, apoyado en sus codos.

Su cuarto olía a calle. Cerró la ventana para que no volaran los papeles. Sentada en la cama, abrió los sobres. Uno tenía sonetos estirados en papeles amarillos, otro tenía fotografías de esquinas de Santiago. Matilde siguió leyendo.

"14 de agosto.
La mujer ideal es bohemia, pero no lo sabe. Puede cantar en el Estadio o entrar a una exposición de Van Gogh. Aunque no escriba, hace literatura. Y eso sí lo entiende.
Sabe que los números tienen personalidades, se entristece por los contadores y persigue las burbujas de jabón.
A veces creo verla en la calle, pero no."

Mordiéndose los labios, Matilde cerró el cuaderno. Javier llamaba. Alzó la candela y fue al comedor de nuevo. La cena estaba lista en la cocina y él comenzaba a alistar los platos para comer. Destapó la olla y sirvió dos tristes raciones. Se sentaron a comer juntos.

-Javier, ¿por qué te fijaste en mi al principio?
-Te veías preciosa con aquél vestido rojo. ¿Te acuerdas?
-Sí, claro.
-¿Por qué?
-No, nada. Estaba pensando.

Javier removió la sopa, siguiendo con pereza el ir y venir del pedazo de pollo. Matilde sintió el frío en su estómago y dejó de comer. Abatida, apoyó la cabeza sobre las manos.

-La sopa cae bien.
-No, Javier. No es eso. Vamos a jugar memoria.
-Estoy cansado. Otro día.
-O mirá, yo digo una palabra y vos otra que relacionés con esa y después yo y así.
-No, Matilde. Déjame tomarme la sopa en paz.

Quedaron callados, iluminados por las candelas. Matilde se llevó una cucharada más a la boca, pero no pudo más. Se levantó y dejó el tazón en la pila. Tapó la olla de la sopa y la guardó en la nevera. No pudo resistir el impulso de volver por el cuaderno. Tomó la candela, se excusó y fue al cuarto.

"11 de setiembre.
Cuando la vea, voy a saber.
Tiene una voz resoluta, mejora lo que toca. Ella sabe. Está segura de sí misma. Cuando camina, no voltean a verla, pero es imposible negársele.
No bota una media porque tenga un hueco, entiende la grandeza de los artistas callejeros y sueña con ver el mundo.
Aunque ella ve más que nosotros."

Matilde dudó. Las chilenas como ella habían perdido el derecho a leer cuadernos rojos y soñar. Era una estupidez. Todas las mujeres tienen un Roberto Ortiz. Pero ningún Roberto Ortiz tiene una mujer. Mejor cerrar el cuaderno y volver con Javier y la sopa.

En el comedor, Javier la interrogó. Ella le dijo que había estado en el baño y lo satisfizo. Se sentaron cara a cara en la mesa, con las sobras de la sopa como única barrera divisora.

-¿De qué color son las vocales?
-Matilde, no te entiendo.
-Sí. La A, ¿de qué color es?
-Las vocales no tienen color. Son solo letras.

El silencio cayó de nuevo entre los dos y se escurrió hasta llenar las cuatro habitaciones del piso. Matilde le tomó la mano a Javier, pero estaba caliente y la soltó. Así quedaron unos minutos. Afuera sonaron unos disparos, lo de siempre.

-Esto es pura rutina.
-La sopa estaba buena. Buen pollo.
-Es el mismo de siempre, Javier. Ya vengo. Y no jodás.

Casi llorando regresó al cuarto. Alzó el diario y acomodó todos los papeles adentro.

"4 de noviembre.
Ella sabe divertirse con una cajetilla de fósforos o con un puñado de monedas. Le fascinan las goteras y le aturde la magia de un bombillo. Cuando lee a Cortázar, tiembla un poco.
Sueña con una guitarra y una fogata. A veces las estrellas, nunca la Luna.
Ya dejé de verla."

Matilde se aferraba a ese extraño. Oteó por la ventana y los faroles de la guardia nacional brillaban en la esquina. Pasaba el gato de los Méndez. Cuatro pisos más abajo, la calle estaba inmóvil.

"12 de diciembre.
Hoy la vi. Es de carne y hueso, siente y besa como yo. Fue rápido. No le digo amor a primera vista, porque no. Ya nos conocíamos. Caminamos por Santiago, alimentamos palomas y caminamos más.
Nos detuvimos en un parque. Llovía un poco, pero nos acostamos bajo un árbol y ahí quedamos muchas horas. No pude contarlas.
Yo creo."

Se levantó de la cama y buscó a Javier. Estaba sentado en el sillón de la salita, viendo también por la ventana. Se volteó y la miró con cansancio, aunque apenas eran las siete. Ella se acercó y le dejó un beso en los labios, esperanzada. Pero él siguió impasible.

Matilde tomó el otro sillón y se propuso revivir a Javier.

-Nosotros buscábamos constelaciones.
-Ya casi no hay estrellas.
-Eso decís vos. Tenés que soñarlas. Que sé yo, las estrellas no se evaporan.
-Matilde, eres la única chilena que vosea. Y déjame en paz un rato.

Ella se calló y trató de sostenerse ahí. La candela osciló. Las sombras jugueteaban en la cara de Javier y Matilde ya no halló palabras. En silencio pasó al cuarto y siguió la lectura del cuaderno rojo.

"23 de diciembre.
Vivimos en parques, plazas y avenidas. Subimos a San Cristóbal y recorremos la ciudad entera.
Ella es perfecta. Le apodé Diana, no sé por qué. Pero siempre sonríe.
Ayer jugamos rayuela con unos niños."

Matilde pensó que era hora. Ella y Javier se habían amado. Se amaban. Pero el toque de queda y estar de noche. La noche favorece al osado. Iría al sillón y sería otra vez como antes. Con o sin estrellas. Pero quiso leer un poco más.

"29 de enero.
La mujer ideal no existe. Camina disfrazada de espejo y media naranja, pero es una ilusión.
Cuando creo verla, me pellizco duro. Me escudo con los banqueros. No hay mujer que merezca que la esperen, que le escriban sonetos o diarios.
La mujer ideal no existe.
Y si existiera, sería enviada del diablo."

Matilde dejó caer el cuaderno al piso. Decepcionada y asqueada, lo alzó para ver si había algo más. Se rehusba. Quería creer que podía soñar. Otras anotaciones por el estilo y una de cierre.

"5 de febrero.
La mujer ideal la inventaron los cobardes."

Tiró el diario con rabia y los papeles quedaron esparcidos por el cuarto. Javier, que la había escuchado, le preguntó si estaba bien. Ella fue hacia la sala con los ojos llorosos y él la recibió en su sillón. Allí quedaron, ella llorando y él sin entender nada. Pero abrazados.

-Javier, no me importa que odiés las burbujas de jabón, te lo juro.
-Bueno. Pero ahora duérmete. Vas a ver que sueñas algo bonito.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Lo Felis

Felisidad es poder
escribir con ese.

Poner las íes sobre
los puntos.
O tildar palabras
que deberían.
Como Crúz.

Justificar los párrafos,
amasar las líneas,
torcer estrofas
que queden sueltas.
Escribir a mano alzada,
con la punta de los d edos.
Torpemente.
Ser felis.

En el fondo
la felisidad seguirá felis,
porque no se interesa
en esos asuntos de eses y ces.

Ser felis es olvidarse
de ese cuadrito
que llaman forma.

miércoles, 22 de octubre de 2008

La Autobiografía

"A veces siento que soy un personaje más"
Claudio del Barco
El viento estaba estancado en el cuartito. Dejó la última página del nuevo libro sobre el escritorio, recién pasada por la máquina de escribir. Se asomó al mundo: afuera amanecía. Tomó la hoja y la releyó mordiéndose los labios. Sonrió satisfecho.

Eduardo se maravilló de su genialidad.

Cuando se levantó de la silla, se dio cuenta que le temblaban las manos, pero no hizo caso. En la refrigeradora encontró dos galletas de chocolate y media caja de leche. Comió religiosamente y no se lavó los dientes, porque tenía que dejarse el sabor a horno de abuela y a avena. Dio unas vueltas por el cuartito y se sentó en la cama.

-Ya acabaste. Tenés que hacerlo.

Salió al balcón a fumarse su último cigarro. Le supo tan bien que decidió tomar otro. Nadie lo iba a saber, aunque la hoja dijera uno, nadie iba a saber que eran dos. Después pensó que era un poco gris el final, pero ya estaba hecho. El viento intentaba escurrirse por debajo de la puerta, pero no podía.

Asomado al mundo, el balcón parecía la proa de un barco.

La ciudad seguía en brumas. Pensó en los miles que morían en el mundo a cada minuto. Los millones. Algunos buscando migajas de pan, otros en coches-bomba. Los suertudos atropellados por un tumulto en La Mecca. Y la hoja decía que el balcón.

-Pero ya lo dice, vos sabés que sí.

En la acera frente al abastecedor paseaban dos mendigos. Pensó en Heriberto Brenes, que lo mataron en un asalto. Comenzó a recordar. La Nana, ahogada. Aquel muchachillo de la calle Rojas, el camión de frutas. Julio, peritonitis. Mamá Gerardina, infarto cardíaco. Y el balcón.

-Sos un mediocre.

Arrojó desde el sétimo piso el cigarrillo. Voló como una mariposa torpe. El viento no llegaba hasta el balcón. Acongojado, miró la hoja en el escritorio, el plato con las boronas de galletas y la cajetilla de cigarros. Cogió el tercero y siguió fumando.

La más bonita fue con Tavo Vargas. Todavía en el útero materno, unos giros imprudentes y el cordon umbilical. Sencillo y brillante. Obra maestra. Claro que no podía poner eso en la última página, arriba de los tres asteriscos finales. Una lástima. Eduardo pensó que quería otro cigarro, pero con uno bastaba.

-Todos mueren de un modo u otro. A todos les toca.

Quería recordar un solo relato que sí, pero niguno. Margarita fue de amor, una cursilería de cuando era joven. El Duque de reumatismo. Javier del Sello, duelo de espadas. Penetración limpia, pulmón izquierdo. Bello. A todos les dio una buena salida, y para el último libro se le ocurrió un balcón. Casi se escupe a sí mismo.

Acabó el tercer cigarro y lo tiró. Esta vez no lo vio caer. Tomó la hoja, la dejó con las demás y les puso un ladrillo encima. Todas tenían número, alguien las iba a ordenar. Cerró un par de gavetas, acomodó el escritorio y abrió las cortinas.

-Mejor.

Dio unos pasos hasta el balcón y una vez ahí se sintió infinito. Puso las manos sudadas sobre el barandal y tensó todos los músculos del cuerpo.

Por primera vez en su vida, sintió el viento en la cara.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El Bus de la Ruta 7

"Cuando no estamos en la una, estamos en la otra."
Miguel de Cervantes Saavedra

Corro en medias por la casa, sin atreverme a franquear la puerta de la cocina porque afuera está el viento silbando, las guirnaldas con lucecitas de colores y ella con su sombrilla púrpura. Pita la cafetera y ese jadeo familiar me reconforta, me hace olvidar su cara cercana y retomo el trote por los pasillos oscuros, tan calientes que me apena pensar en salir. Ella está de pie con los libros en la mano, esperando con sus ojos azules algo que no sabe que espera, mientras yo valoro el esfuerzo de empujar la puerta.

El otro se aprovecha de la duda y se prepara desde el asiento junto a la ventanilla. Yo ya conozco su método. Mira un rato hacia afuera, como el que no desea la charla, y después gira para decir algo, una frase que masticó por años, un pensamiento que le roba al barrecaños dos filas adelante, lo que sea. No discrimina. Es efectiva por la indiferencia que le imprime, esa maña para hacerle entender que no le importa lo que ella diga.

Yo me asomo por los ventanales de la cocina, buscando un gesto que la delate. Me estiro para verla mejor, de puntillas sobre la mesa de roble, y tal vez ese dedo arreglando la ceja, ese tic infantil de recogerse el pelo. Pero ¿cómo saber? Es más fácil seguir corriendo, las medias resbalan bien sobre el piso de madera y no la veo desde los pasillos de atrás. Todavía me tienta empujar la puerta, dar el paso afuera, saber si el viento sigue ahí. Ella ahora me sabe existente y me duele como punzadas, abajo de la axila.

El viejo que estaba al lado del otro saca su bastón de marfil y se baja. Ella ocupa su lugar, del lado del pasillo, con los libros en el regazo y la sombrilla púrpura en el suelo. El otro está ocupado contando abetos por la ventana o imaginando una pirámide de fósforos. Se lo dice a ella (la línea trabajadísima). Ella procesa cada palabra y da el veredicto: “Yo la imagino con lápices rojos”. Sonríen.

Esto de la timidez es como el estornudo que no sale aunque se espere. A veces solo queda tirarse en los bancos de la cocina, desarmarse al lado del fogón, esconderse de los ventanales. Desde acá adentro la veo. Siento su brazo moverse sobre mi mano, sus pelos diminutos jugando a las cosquillas. Lo peor es no poder ocultarse, saber esa caricia absurda aunque me pierda en los pasillos del fondo, escuchar su respiración nerviosa. No entiende mi silencio.

El otro me aparte y acude. Esboza una sonrisa, la deja temblando unos segundos para que ella sepa. Retoma los lápices rojos y los fósforos, y juega con ellos hasta confundirlos. Ella toma un lápiz para encender su cigarro y el otro le ríe la gracia. Así pasan unos minutos. Tienen habilidad. Se escurren por temas imposibles: los dentistas, novelas de bazar, las piedras redondas. El otro sí sabe cómo.

Ya no quiero jugar. Sus enormes ojos azules me estudian a través de los ventanales y mi cocina se hace más pequeña. Corro por la casa otra vez, pero sigue su voz en el fondo. Dice algo como “Hablá” y me toca, porque se lo debo al otro. Llego hasta la cocina, empujo la puerta y doy un paso afuera, decidido a hacerlo. Pero caigo en un charco enorme, redondo y horrible. La media se moja, me pesa y siento náusea. Doy un portazo y huyo al pasillo más lejano, a llorar por mi pie empapado.

Ella ya tiene que irse y se cansó. El otro entra de relevo, pero tarde. Ya se va bajando ella por la puerta trasera, en la parada del Correo. Yo sigo enrollado en mi desesperación, en mi asco hacia la media. Por la puerta trasera, todavía abierta, entra indiscreto el viento y penetra por los huecos del zapato. Está frío.

El otro se frota duro las manos y dice: “Se me están congelando los pies”.

domingo, 5 de octubre de 2008

Tarde de Jueves

"Con cada vez que te veo nueva admiración me das, y cuando te miro más aún más mirarte deseo."
Pedro Calderón de la Barca
Me siento en el borde. Huele a rosas de papel, a manos embarradas de goma y tijeras herrumbradas. Abajo está Rocío armando y desarmando, juega a diosa pagana entre sus montoncitos de hojas. Pareciera que teje.
En la esquina, alineó los aviones rojos, las pajaritas y las cruces que le llevará al padre Román para el bautizo del viernes. Cuando vibra uno, ella lo mira maternal pero inflexible; lo calma y sigue enhebrando patas y ruedas, ajena a su grandeza.
Me inclino para escucharla tararear; todavía no me sabe y puedo verla unos minutos más hasta que encuentre mi respiración desde el borde. Estoy tentado a decirle decirle: "Sos enorme y quiero que me dejés verte por siempre". Pero no. Sería idiota.
Acaba de florecer un hipopótamo verde entre sus manos. Sonrío porque es lo que se me ocurre. Si Rocío se sentara a enseñar el abecedario a sus creaturas, no me sorprendería. Decir "Son tan humanos..." sería insultarlos. Son más bien elocuentes y sencillos, maromas humildes y breves.
Cierro los ojos un par de minutos para maravillarme cuando los abra y encuentre cosas nuevas. Siempre son tan nuevas.
Al final, creo que me descubre. Alza el vuelo un avioncito rojo y da tres vueltas alrededor mío. Ella me ve con lástima, aunque no me ve. Sigue concentrada en el triciclo que arma, que sí merece su atención.
Yo me deslizo del borde y caigo de mi lado. Me resigno y busco el camino hasta el taller. Todavía tengo que acabar la pajarita que comencé el lunes...

domingo, 28 de septiembre de 2008

Castillos de Arena (Y en el Aire)

El futuro ya no es lo que solía ser
Arthur C. Clark
Lindo es estar sentado al lado del mar, viendo a las olas desdoblarse de miedo en el punto exacto donde la arena está demasiado cerca. Porque es más fácil pensar en cosas absurdas, como los ojos de un pato café que estaba el viernes pasado en el Parque Central o el origen de la palabra "pandilla". Qué decir, a veces uno solo se va. Lo que sigue es darse cuenta que tras ese martilleo de las olas está una conspiración de la Luna, que gira alrededor de la Tierra, que gira alrededor del Sol, que gira sepa Judas alrededor de qué y uno se siente chiquitico y tonto por creer que sabe pensar en todo eso y para hacerse el que no quiso pensarlo, se recurre al viejo truco de repetir la palabra carcajada hasta que pierde su significado. Se puede decir entonces jada-carca o car-ca-ja-da y nada pasa; no se sienten cosquillas ni articulaciones entumecidas ni calor y se sigue así hasta que se gaste de verdad y uno pueda pensar otra vez en los ojos del pato o arriesgarse a ponerse en una posición idiota y decir: "si cierro los ojos ahora y los abro hasta dentro de diez segundos, no voy a estar en este rancho ni voy a ser yo, sino que seré un condenado a la guillotina en la Francia de 1789". Cuando uno descubre que pensando eso lleva doce segundos con los ojos cerrados, da miedo abrirlos y sentir las manos del carcelero en la espalda, la hediondez victoriana prensada en la nariz y los escupitajos de la plebe resbalando desde la ceja hasta la boca (ya se gastó la palabra carcajada entonces no sirve, y además no se pueden pensar así de golpe en unas últimas palabras decentes, todo lo que pienso es desastrosamente cursi). Entonces uno agradece los alaridos de las primas tontas y abre los ojos (con un poco de desconfianza ¿quién no?) y se ve todo nuevo, con la alegría del que enfrentó a la muerte en un submarino ruso o una avalancha alpina y sobrevivió. Los niños torpes que juegan en la arena se ven inocentes y hermosos, la silla deja de parecer tan incómoda y decenas de juegos se asoman: apuesto con la silla de al lado que el mar no llega hasta esta o aquella concha o cuento las lanchas pesqueras que se ven (8) y recorro la tabla de multiplicaciones de ese número. Da alegría que se acerquen y pregunten qué hago, porque responder con indiferencia "nada" equivale a saberse dueño del mundo, a quien nada le es imposible porque nada hace. Y mientras el tío indiscreto desanda sus pasos, uno piensa en estudiar ingeniería aeroespacial o dedicarse a domador de fieras en un circo turco, con el respectivo látigo y un sombrero de copa que le sobraba al mago recién contratado. Está uno sumido en estos pensamientos cuando llega el "¡Mijo!" y mamá agitando las manos desde la cocina y grita de nuevo algo que suena lejanamente a "bombillo" y uno sabe que le toca, por todo el asunto del hombre de la casa y qué joder, ahí va uno arrastrando los pies a cambiar el bombillo del baño del segundo piso. Es en ese trecho (ni veinte metros son) que se derrumba la carpa roja con todo y trapecistas y pierde potencia el cohete espacial y uno se siente maldito y desgraciado mientras arrima un banco para llegar al techo. Pero no es hasta que se resbala el bombillo nuevo de la mano y suena el grito de espanto de alguna tía que de casualidad pasaba, que uno piensa en el franchute del siglo XVIII y agradece (mordiéndose la lengua, eso sí) por esa horrorosa ocupación de electricista por horas.

jueves, 25 de septiembre de 2008

El Otro

Querida señora. Yo sé que usted no me conoce, pero hoy eso no importa. Ni le importa a usted, porque solo soy una caligrafía cruda que no logra conectar con una cara. Mejor así, diría yo. Le escribo para contarle, porque los del saco y el sobre llegan siempre tarde. Creo que los verá en dos o tres días. A mí me gusta adelantarme, porque entonces usted no va a llorar cuando los vea y me voy a sentir mejor. Su esposo se va a morir. Le van a decir que la guerra, sirvió a su país y mucho honor, todos estamos muy orgullosos porque demostró ser un hijo de la Patria. ¿Usted no cree en la Patria, verdad que no señora? Que fue una bala a medio combate, como un héroe y hasta la medalla le traemos. Pero no les guarde rencor, ellos no saben nada y lo hacen de verdad, se lo digo que de veras creen. Es que ellos no los conocen a ustedes. Si supieran, tal vez harían esto conmigo, pero no sé. Ustedes son felices, ¿verdad que sí señora? Su esposo le lleva el desayuno los domingos, a veces se acuestan juntos a oír la lluvia y él improvisa sonetos en su oído. ¿Verdad que le agarran unas cosquillas abajito de la rodilla? Sí, señora, yo la he visto. O cuando están los dos a oscuras, hablándose con las manos sobre sus cuerpos desnudos. Ustedes de veras que hacen el amor. De veras señora, y puede tomarlo como cumplido. Ve como también soy amable. A mí me gusta verlos, no se asuste señora, es un pasatiempo inocente. Antes me costaba más, pero cuando supe que iban a construir tuve tiempo para buscar casa. Señora, es por amor, se lo digo. Yo la usted la amo como nadie podría, créame. Cuando usted y su esposo ven a Robertito dormir a mí me agarra algo por debajo del hígado y me dan ganas de matarlo para poder abrazarla a usted. Si conociera mi amor no me podría culpar, señora. Es que yo ya lo pensé y no hay otra manera. Porque ustedes se aman, yo lo sé porque sus mejillas todavía se sonrojan señora, y él todavía sonríe de verdad. Pero tengo que matarlo y se lo digo así plano para que no se asuste. Confíe en mí, señora. Por eso le escribo esto, porque los del saco y el sobre van a llegar a darle el abrazo frío y lo siento mucho porque sirvió como un hombre. Yo la puedo abrazar de verdad, por si ocupa calor humano. No me culpe señora, ni los culpe a ellos que no saben nada, porque en la guerra se mueren muchos y uno menos no hará falta. Yo estoy aquí, por eso le dejé esta carta debajo de la puerta, porque yo sé que usted entiende si le explico todo. Yo la amo señora, la amo a muerte. Y usted me tiene que amar a mí, solo a mí. Es para que no llore, de verdad. Porque hablando se entiende la gente. Yo sé que usted es una dama y va a entender. Gracias señora, ya sabe que cuenta conmigo si ocupa un abrazo. Ah y casi se me olvida, no se encariñe demasiado con Robertito, que las casas de hoy en día son un peligro para chiquillos como él.

viernes, 12 de septiembre de 2008

La historia de Valentina Montealegre

Febrero 2008


A Mali,

que me pidió un cuento

Para aquellos que buscan una historia de trágicos acontecimientos o descomunales proezas, les sugiero atentamente que descarten este pequeño folio de papeles y busquen algo más poético. Si no logran idear otra opción de lectura, les propongo las pequeñas novelas del corazón que se venden en los bazares, los clásicos de los hermanos Grimm o el Génesis. Todo este empeño no es nada personal en contra de ustedes, más bien es un afán de no hacerle malgastar su muy valioso tiempo, porque vida solo hay una, dicen las canciones de hoy en día, y no deben ustedes desperdiciarla en asuntos que no les vayan a entretener. Si por el contrario el individuo que ahora sostiene estas páginas no sabe realmente que quiere o que debe leer, encontrará que nuestro relato es precisamente lo que andaba buscando.

Parte pues nuestra historia del momento en que la joven Valentina Montealegre escapa con una sonrisa pícara de la central de autobuses del sector este. Si miramos fijamente, podremos descubrir unas suaves manchas de lodo en sus pequeños zapatos de charol rojo, un anillo pequeño en su dedo anular (aunque la joven aun no ha contraído nupcias) y una pequeña cruz de metal colgando del cuello. Hay otros detalles pero no nos atrevemos a mencionarlos para no arruinarle al lector el desarrollo de la historia. Sin embargo, no vaya algún incauto a preguntarle acerca de la proveniencia del anillo o la cruz de metal, pues se verá de pronto inmerso en un particular relato, enhebrado de un modo tal que solo se le ha conocido a la señorita Montealegre, y que bien podría terminar con una reseña detallada de la tarde que encontró un pedazo de macadamia en un helado de fresa. Sobra decir que el desafortunado que formuló la infeliz pregunta bien podría vagar por el mundo durante el resto del Tiempo sin poder descubrir jamás la respuesta a su duda en la descabellada historia de Valentina. No queriendo nosotros sufrir tal fortuna, nos limitaremos a contar la crónica de como Valentina Montealegre consiguió las suaves manchas de barro en sus zapatos rojos, pues nadie ha reportado hasta el momento haber sufrido un destino adverso después de emprender tal búsqueda.

Para que podamos comprender el motivo superior que llevó a las manchas de barro a colocarse tan agraciadamente en los zapatos de charol, debemos ante todo entender la naturaleza básica de Valentina Montealegre. Si el lector jamás ha revisado bajo su cama antes de dormirse en busca de algún ente extraño, o nunca se ha bañado en total oscuridad con charanga de fondo, les suplicamos de nuevo que acudan al párrafo uno y reconsideren su decisión de continuar con la lectura. Y es que Valentina Montealegre era una persona bastante poco común, perteneciente a un muy selecto club inexistente donde cabrían pocos seres humanos que conozcamos. Tal vez el coronel Henrique Capablanca y su trepadora podrían estar a la altura de ese club, pero esa es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.

A veces Valentina se distraía buscando formas a las nubes, cortando con tijeras para uñas el zacate que tenía en una maceta o sencillamente caminando en la calle sin majar ninguna línea Así era ella, sencilla como un bollo de pan, pero feliz como un cántaro lleno de vino francés. Amaba los viernes, aunque no sabríamos decirle con certeza al lector a qué se debía esta afición por los viernes, pues Valentina no acostumbraba visitar bares o los restaurantes elegantes que aparecían los miércoles en las críticas de comida del periódico local. Valentina solamente amaba los viernes y precisamente fue un viernes el día que encontró una cajita verde bajo el suelo de la casa donde alquilaba. El entablado estaba un poco flojo y una de las tablas se soltó accidentalmente cuando ella intentaba redecorar el cuarto de invitados. El por qué de un cuarto de invitados es algo completamente imposible de descifrar, pues a la casa de Valentina forzosamente llegaban otros seres humanos aparte de ella. No es que Valentina Montealegre fuera una ermitaña que no gustara del contacto humano, sino que no se sentía a gusto en su casa, o al menos era esa la respuesta que daba cuando se le preguntaba al respecto, respuesta de la cual fuimos testigos los que aquí narramos un par de veces.

Cuando la tabla se movió, Valentina pensó que era definitiva e indiscutiblemente un tropezón de la buena suerte con su vida. Ella se imaginaba un ángel que cargaba un sombrero enorme de donde sacaba puñados de un polvo verde que rociaba sobre el mundo. Difícilmente ella veía este ángel viajando en el espacio, puesto que no le parecía que un lugar fuera más propenso a la suerte que otro. Cuando ella se hacía la imagen mental, el ángel volaba en el tiempo y precisamente ese viernes, su día favorito, le había tocado a ella su turno. Aferrada a este razonamiento, muchísimo más coherente que algunos que se enseñan en los colegios de hoy en día, Valentina Montealegre hizo un puño todo su aplomo y buscó por el hueco donde antes estaba la tabla, hasta que sus dedos resbalaron por la superficie empolvada de la cajita verde. Cabe resaltar la importancia cósmica de que el día favorito de Valentina fuera el viernes, porque de haber sido otro día, ella hubiera calificado el suceso como una situación cotidiana y nada de lo que sucedió después hubiera sucedido. Aún nos atrevemos a aventurarnos en el supuesto de que tampoco estaríamos aquí narrando su vida, pero eso ya es algo demasiado grande como para que un narrador pueda deducirlo.

Sorprendida por su buena suerte, pues no todos los días se encuentran cajas viejas bajo el entablado de una casa, Valentina se sentó en un sillón cercano para poder mirarla de nuevo. Esta vez, sus zapatos eran blancos y cubiertos de polvo, pero por respeto al lector no entraremos en detalles de la naturaleza del polvo, pues resulta más que obvia y este relato no pretende insultar la inteligencia de nadie. Valentina Montealegre creyó escuchar su corazón palpitar, aunque sabía claramente que bien podía ser su mente jugándole una mala pasada. Ignorando el origen del sonido que ahora se le escurría entre todas sus neuronas, destapó suavemente la caja, procurando que no se desprendiera nada del polvo que se había acumulado sobre ella. Si la caja era de ella o no, aunque evidentemente no lo era dado su cara de asombro, no era importante en el momento, porque tras haberla revisado minuciosamente por el exterior había concluido que la única manera de descubrir su dueño era investigando en su interior.

En los segundos en que sus manos destapaban la caja, que aunque parece un momento inocente en realidad es un suspenso chillante no apto para cardíacos, pasaron muchas cosas por la mente de Valentina Montealegre, de las cuales solo podremos enunciar algunas por razones obvias de espacio: una cabra blanca, el vendedor de pasas de la Plaza Central, una fracción de lotería con número 42 y serie 609 y el sueño que había tenido el martes anterior. Si al lector le parece escandalizante el universo mental de Valentina, de nuevo le solicitamos que realice el ejercicio sugerido en el párrafo uno para evitarle futuras molestias. Otro lector que conociera de antemano la historia podría establecer un cuestionable pero retorcidamente aceptado vínculo entre la mente de Valentina y la caja verde, que admitiremos de antemano. Este vínculo, para el lector primerizo, se basa en que el contenido de la cajita era tan disparatado como la mente de la señorita Montealegre. A continuación se detallará este vínculo, no vaya a quedarse el lector con la duda.

La primera impresión de Valentina fue que acababa de abrir un libro de cuentos y que las cosas salían de él. Después pensó que estaba en una heladería frente a un mostrador tal vez demasiado surtido. Finalmente concluyó que estaba frente a una cajita verde que había encontrado un viernes de la suerte bajo el entablado de su cuarto de visitas al accidentalmente golpear con una pata de la cama una tabla que estaba a medio aflojar, y le pareció completamente racional y acertado el contenido. Inclusive, en un acto total de valentía desinteresada, se permitió tocar con las manos algunos de los objetos que la caja tenía. Así pasaron por sus manos los más variados artefactos, desde una cruz de madera, una caja de fósforos y una media de muñeca hasta un tornillo de juguete y una Reina de Corazones. Casi cede ante la tentación de olerlos, pero le pareció de muy mala educación deleitar de ese modo el olfato con las pertenencias de otras personas, aun si esa persona parecía haberlas olvidado.

Pasó la mañana del viernes revisando la caja, pues aun era temprano cuando la había hallado y mientras el sol en lo alto flotaba en su camino al oeste, ella conoció a fondo la cajita verde. Inclusive encontró un compartimiento secreto en la tapa, donde al parecer algo se había guardado hacía mucho tiempo. Después de devolver todo a su sitio, y en eso debemos los narradores de dar testimonio de la fidelidad con la que Valentina reprodujo el orden original de la caja, se sentó con la caja aún destapada al lado a pensar. Valentina no pensaba como lo hace el promedio de la gente, que mantienen un hilo conductor por el cual se desarrollan durante el brevísimo instante que dedican al acto de pensar, sino que las cosas solamente fluían sin ton ni son en su cabeza. En su mente no habían ideas divergentes o que se salieran de contexto, porque no había un marco donde poder ubicarlas y que se pudiera tomar como referencia para catalogar a un pensamiento como descabellado o no.

Precisamente por eso era Valentina la mujer indicada para pensar acerca de la caja verde. Porque aunque la mayoría de la gente no lo crea, pensar acerca de las cajas verdes no es algo que cualquiera podría intentar y salir ileso. Se han reportado casos de personas que han sufrido trastornos mentales al intentar meditar con mucha fuerza en estas cajas. También se desaconseja pensar en los contenidos de las cajas grises, negras, rojas y anaranjadas. Según la información que hemos recibido, no habría problema en pensar acerca de cajas celestes. Pero volviendo a Valentina y su proeza de pensar en la caja verde, solo pudo idear un destino para una caja con tal contenido. Se levantó, tomó la caja entre sus brazos, se colgó la cartera en una de sus manos, se calzó unos zapatos rojos de charol y salió de su casa sin un destino aparente. Claro que para nosotros, los humanos corrientes, las cosas deben estar claras y definidas, con puntos y comas y preferiblemente con sangría marcada al principio de cada párrafo, pero dichosamente Valentina no ocupaba nada de eso.

Ahora se mezcla con los que a diario caminan las calles de todas las ciudades del mundo: la joven que va media hora tarde al almuerzo que tenía programado con su novio, el abogado que camina hacia el juzgado y hasta un niño al que su madre mandó a comprar una libra de fideos al mercado. Precisamente a este niño detiene Valentina y le obsequia una pequeña piedra que antes habitaba la preciada y misteriosa caja verde. El niño se queda quieto, pero cuando la ve a los ojos parece entender algo que no sabríamos explicar y la guarda en su bolsillo. Cada cual sigue su camino y según nos dijeron una vez, el niño sí llegó a casa con la libra de fideos encargada, la novia llegó una hora y ocho minutos tarde a la cita y el abogado perdió el caso. Pero esas son otras historias que deben ser contadas en otra ocasión, porque por ahora nos interesa la de Valentina Montealegre, que camina complacida por la ciudad, porque ya sabe cual es el propósito de la cajita verde.

No pudimos seguirla todo el viernes, pues jamás se ha escuchado de un narrador que se dedique exclusivamente al seguimiento de un personaje determinado, tanto porque el narrador ocupa saciar sus necesidades fisiológicas y alimenticias como porque el personaje necesita al menos un par de horas de privacidad. Sin embargo, nos han llegado datos muy interesantes de los azares de Valentina Montealegre en su viernes de la suerte. Un ama de casa asegura haberla visto entrar a su apartamento, sin tocar siquiera la puerta ni pedir permiso, solo para dejar un lapicero en la mesa del vestíbulo. Un panadero del barrio del norte afirma rotundamente que una mujer dejó un clavo en una maceta de su establecimiento. Inclusive un agente de segunda clase de la policía local incluyó en su informe que una joven, cuya descripción nos hace pensar con total firmeza que se trata de nuestra protagonista, le pidió que guardara un tajador escolar en la guantera de su carro. Hemos hablado con estas personas años después de ese viernes y todos aseguran tener aún las cosas que Valentina les dejó, y a todos les ha cambiado radicalmente la vida.

Horas después de dejarla cuando le entregó la piedra al niño, nos topamos de nuevo con ella en la estación de buses del sector este. Según descubrimos después, habló con la secretaria del mostrador de servicio al cliente para darle un rollo de hilo de coser. Precisamente saliendo de esta entrega, una de las últimas por cierto, fue que comenzó nuestro relato. Ahora si podemos detallar que junto a los zapatos de charol, el anillo y el medallón, llevaba entre las manos la cajita verde, ya casi vacía. De donde Valentina Montealegre sacó la idea de que debía repartir el contenido de la caja entre los habitantes de la ciudad, probablemente no lo descubramos nunca ni nosotros ni nadie. Se dice que un joven reportero de un diario local intentó años después hacer una reseña de los objetos que estaban repartidos por toda la ciudad, pero que fracasó rotundamente pues nadie podía decirle nada, todos respondían que siempre los objetos habían estado con ellos. Cuando no logró encontrarle ni pies ni cabeza a su reportaje, decidió darse el día libre y dicen que terminó comiendo arroz con calamares en un restaurante del centro.

No vaya a pensar el lector que somos los narradores de esta historia la excepción al olvido acerca de los objetos. Si hubiésemos emprendido la misma tarea que el audaz periodista probablemente nuestro destino hubiera sido el mismo, aunque personalmente no simpatizamos con los calamares. Pudimos mencionar todas esas odiseas de Valentina Montealegre y su cajita verde porque precisamente nuestro relato pretendía narrar como las manchas de barro terminaron en los rojos zapatos de Valentina, aunque en este última historia poco logramos descubrir, puesto que terminamos relatando como un joven periodista terminó comiendo arroz con calamares en un restaurante del centro. Llegados a este punto incomprensible, solo podemos suponer que no se puede relatar algo acerca de Valentina Montealegre a menos que no se quiera hacerlo, pero estas son meras suposiciones de estos narradores.

Lo justo sería que tras muchos minutos de lectura, los que han tenido el coraje de continuar hasta el final reciban al menos una pizca de sabiduría a cambio de su lealtad. El trato nos parece justo y he aquí lo único valioso que podríamos aportarle al lector para mejorar su vida, ya que fallamos en nuestra labor de narradores: no vaya usted jamás a preguntarse ¿por qué los zapatos rojos de charol de Valentina Montealegre están llenos de barro?.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Posdata en tonos verdes

Es el temblor incomprendido.
Le digo, vos ya no.
Pulso las teclas que no son.
Escribo Fiego. Fallo.

Y la maldita de la conciencia
que sigue llegando.
Hubo huecos, agujeros negros,
los llenó otro.
Yo estaba acá. Vos sola.
O tal vez con otro mejor.

Porque yo no sirvo para esto.
Seguro por eso el temblor,
los dedos borrachos,
el codo inquieto sobre la mesa.
Hablarte con tanto descaro,
hablando como si dijera, como si
yo
y vos
no estuvieramos en versos separados.

O tal vez

yo

y

vos

en estrofas diferentes,
o en poemas que no se ven

yo solo

vos y ese otro que sí estuvo,
ese otro que no va a dormir
por hablar con vos y consolarte,
no como yo que pasaré la noche en vela
temblando por no estar ahí,
con la maldita conciencia desmenuzándome
y el temblor en la punta de los dedos.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Martes a Capella

Vos y yo caminábamos sin pisar las rayas. Vos tenías zapatos verdes, yo los míos de siempre. Si me acuerdo no es por masoquismo, eso te lo puedo decir. Fue que el otro día vi otra pareja caminar como lo hacíamos. Iban de la mano, cada cual encontró su propia ruta para esquivar las rayas de la acera y quedaron apenas agarrados con los dedos. Como nosotros camino a las películas.
Esta semana tuvo dos o tres martes. Ya ni los cuento. Nosotros, en nuestros martes, caminábamos hacia las películas sin majar las rayas y agarrados apenas de los dedos. ¿Te acordás que yo te decía que olías a verde mojado y te reías? Me encantaba que rieras, porque de veras olías así y era algo nuestro.
Tal vez en algún momento. El futuro es un dado con todas las caras. Todas. Vieras que caminando por el mundo he visto otras caras, que también son la tuya pero son otras. Y he tratado de verlas como te veía a vos. Pero creo que no sirvo para el despecho.
Total no sé ni por qué te escribo esto. Seguro porque es un sábado que podría ser martes y hoy sonó nuestra canción en la radio, o porque cuando voy por la calle me imagino la ruta para llegar a tu casa. Lo nuestro fue poquita cosa, allá unos días sueltos hace un par de años. Pero soñamos a futuro, previendo los intereses para disfrutarlos cuando nos jubiláramos.
¿Vos soñás con los otros? Yo creo que me he ido marchitando, aunque suene idiota. He tratado de obviar el asunto del recuerdo, pero es que cada película, cada libro, cada canción. Hasta los objetos que se han ido acomulando en las repisas de mi cuarto. Y García Márquez ahí prensado sin poder leerlo.
Me da miedo pensar en los martes que faltan y pensar que tal vez ahora prefiero los jueves. Porque vos sabés que la fe la tengo, aunque te mienta cada día que no te hable diciéndote que te olvidé. Algún día, tal vez la noche antes de que te casés, o tal vez un poco más para acá. Tal vez en unos meses, en una tarde de lluvia.
Y entonces tal vez podamos caminar tomados apenas de los dedos, sin majar las rayas, y yo te diga que olés a verde mojado y me veás a los ojos y ya no te riás porque entendiste que es cierto, mientras vamos a ver una película triste que me hará recordar días como hoy, sábados que podrían ser martes si estuvieras vos, y entonces voy a sonreír, feliz por ser el último, porque todos los días volverán a ser martes.

jueves, 28 de agosto de 2008

Preludio y Allegro en el estilo de Pugnani, por Kreisler

Me abstraigo del hombre y me concentro en sus manos. La izquierda parece una araña muy borracha, tropezando con todas las cuerdas. La otra es más sutil. Se mueve como los subi-bajas del parque Argentina con las niñas de trenzas que se mecían los sábados en la mañana. Pero juntas no quedan mal.
Acorralado entre el violín y el piano, cierro los ojos. Al principio cuesta, porque los párpados pican al tocarse. Diez, veinte segundos. Aparece el primer animal. Es un boceto de caballo, azul y feo, como si un niño de ocho años lo hubiera dibujado. Cuando el violín calla unos segundos, se va.
Retorna la melodía y cierro con más fuerza los ojos, para abstraerme hasta de las manos. Lo que vale es oír. Se asoma a mi derecha, todavía formándose, un conejito rojo. Está ahí, quieto en medio de la nada. Le digo que se vaya, que no pertenece a mi imaginación, que los conejitos como él deberían estar comiendo trébol para crecer fuertes, pero me ignora.
El violín se apodera de él. Se lleva al conejito a pastar a un prado suizo, de los de las pinturas diminutas que venden como souvenir. Yo insisto con lo del trébol, porque sé que es bueno para los conejitos, pero ya mi voz no se oye.
Mi prima me pega un codazo en las costillas, porque cree que estoy dormigo. Le susurro el madrazo y me aferro al conejito, que sigue en el prado. El violinista ha demostrado ser un buen pastor, ya el conejito tomó forma y se puso aún más rojo y rebosante. Creo que me voy encariñando.
La melodía se mantuvo un par de compases. Temo un silencio y perder al conejito como perdí al caballo, aunque el caballo no me importó; era azul y deforme. Pero con el conejito ya me identifiqué. Si los vendieran rojos, iría mañana por uno.
El violín se torna ácido de pronto, se convierte en uñas rotas y ladrillos. Le dice al conejito que se tire al barranco, le dice cosas muy duras que le trastornan sus ojos azules. Le dice que él no vale, que se suicide. El violinista es un enfermo cruel.
Miro al conejito y me desinflo. Tiene la cara descuadrada y en la mirada se le nota que escuchó al violín como si de veras. Entonces me acerco y le cuento lo maravilloso que es, murmurándole a sus orejas enormes. Creo que si me cree.
El conejito se resiste y yo sonrío. Se enfurece el violín y aún con los ojos cerrados, siento que las manos del hombre enloquecen y su cara se distorsiona. El conejito volvió a ser rojo y le digo que huya del violinista, que se salve y coma trébol todos los días. Pero es tarde.
Llega la melodía, raspada y violenta, y lo toma por las orejas. El conejito no grita, no llora. Solo abre los ojos azules y me mira, como reprochándome que tardara tanto en avisarle. Otra vez el violín se lo lleva.
Ahora el violinista es un hombre cajudo y tosco, con botas de hule y un madero en la mano. Como si reformara a un niño travieso, azota al conejita con el madero hasta hacerlo sangrar. Una, dos, cinco, diez veces. Yo ya no puedo mirar. Y todo este tiempo, el conejito con los ojos azules muy abiertos, como perdonándome.
El violín lo deja tirado en un granero oscuro y se ocupa de cerrar el movimiento. Me acerco al conejito para consolarlo, le pongo una mano sobre el lomo sangrante y lo acaricio. Pero él ya no me mira a mí, sino al campo de tréboles que hay afuera del granero. Creo que me dio la razón.
Acabó el violín y creo que también el piano. Siento a mi prima levantarse a ovacionarlos, aunque no escucho nada. Sigo con los ojos cerrados y nada del mundo me hará abrirlos. Mi prima me golpea de nuevo y le digo que no.
Y no quiero abrirlos porque sé cuando lo haga, en algún lugar del mundo se despertará un conejito rojo en un granero olvidado, sangrando y moribundo, sin saber quién fue el ingrato que lo dejó así y sin saber tampoco por qué le nace ese deseo tan absurdo de abalanzarse sobre el campo de tréboles que se ve más allá de la puerta del granero, tan lejano que su destrozado cuerpo jamás lograría arrastrarse hasta él.

sábado, 23 de agosto de 2008

Círculos Concéntricos

El universitario llegó al liceo y escuchó los sonidos diarios de la quietud. Suspiró resignado y antes de irse de nuevo, se lamentó para sí mismo. “Pensar que allá afuera está el mundo”. Dos chiquillas de cuarto año que iban pasando lo oyeron y no entendieron sus palabras. Aun confundidas, salieron en busca de sus amigos. Los encontraron en el tercer piso, sin más remedio para el aburrimiento que una vieja bola de hule.
Llegaron con la noticia: el universitario dijo que afuera está el mundo. Rumiaron la frase unos minutos, todavía absortos en tirar y recibir la bola de hule, hasta que el más aburrido de todos se levantó y propuso salir a buscar el mundo. Pero inmediatamente sonó la campana que acababa del primer recreo del día y todos volvieron a sus clases de matemática, biología y educación cívica, donde no tuvieron una bola de hule para entretenerse.
Ya en las aulas, la noticia los pellizcó uno por uno. Se fueron haciendo a la idea de que afuera estaba el mundo, de que esas eran paredes carceleras, que la anatomía del perro no importaba si estaban ahí engavetados y que las clases de aritmética. Uno se atrevió a volverse y pasar la noticia al compañero de atrás, que había sido el paradigma verbal, pero que logró incorporarse tras escuchar que afuera estaba el mundo.
Poco a poco se fueron agitando las aulas. Primero era un ruido seco, como cien mil hormigas chocando las antenas y agitando las patas en los pasillos del liceo. Tras la campanada que anunció el cambio de lección, se fue haciendo más notorio, aunque todavía era una multitud muda. Los más despiertos se cruzaban miradas cuando se topaban en el cambio de aulas, pero no se decía una sola palabra. Nadie hubiera notado nada. Solo unos que habían quedado olvidados en la cadena y que se actualizaban a última hora mostraban por unos segundos una cara nueva, para luego sumirse al anonimato colectivo.
Entraron los alumnos al nuevo bloque de lecciones. Pero ya no sentían ese horrible vacío cuando escuchaban al profesor hablar del relieve del continente europeo, o de las leyes de la termodinámica, porque los había iluminado el universitario y sabían que afuera estaba el mundo. Solo en la clase de literatura supieron escuchar al profesor, quien les hablaba de hermosas metáforas de romper con los esquemas, sacadas de libros de Cortázar o de Wells.
En la última fila del aula 23, una alumna redactaba a prisa un discurso para inflar los ánimos. La comunicación era la clave. Como las divisiones entre las clases eran unos tablones mal puestos, los estudiantes se mensajeaban de un lado al otro.
Corría y corría la noticia de que todos iban a ir a buscar eso que les prohibían ver. Cuando el profesor de geografía le pidió a un chiquillo pelirrojo que pasara a la pizarra a dibujar el mundo, un escalofrío sacudió al grupo entero.
Los maestros más suspicaces iban atando los cabos que nadie hubiera podido atar. Que ya el Cholo había dejado de tirar cachirulos a sus compañeros y estaba quitecito en su pupitre, escribiendo y borrando números. Que el aire tenía esa tensión ácida como el día que se robaron el examen de Inglés. Que ya no se podía escuchar las risotadas generosas de las hijas del senador Flores.
Pero el movimiento seguía incólume y cada engranaje se sucedía al siguiente sin que nadie hubiera planeado esta sucesión. Cuando faltaban diez minutos para el almuerzo, el secretario entró en la oficina del Director. “Venga, tiene que ver esto”. Salió el Director con su cara de idiota sin uniforme, se plantó en el centro del edificio y no escuchó ni vio nada. Sin necesidad de explicación, lo supo. “Mierda”.
Se desmontó el cerebro intentando abrirle una ventana a la situación. Pero sabía que ni un boquete industrial los salvaba. Comenzó a dar órdenes. Muévame esa estantería, corra a traer todo el material del gimnasio, llamen por los altoparlantes a los maestros inmediatamente, atrasen la campana del almuerzo cinco minutos. Llegó el cuerpo académico al instante, como si cada cual hubiera escuchado el mismo silencio arrastrándose.
“Señores, es hoy”. Todos se movieron incómodos en sus sillas, hasta que el coordinador de química se levantó. “Tenemos la ventaja del terreno”, Apenado, se alzó su colega de matemática. “Pero son más”. Y el silencio se apoderó del salón de profesores.
Salieron inmediatamente y se armaron a como pudieron, para no ser atropellados por el martillo que se asomaba. Lo primero fueron las trincheras alrededor del edificio de Dirección, bautizadas por el profesor de física. Del material del gimnasio se inventaron proyectiles. Después solo les quedó esperar.
La campana sonó y en cada aula se levantó un alumno, sin que nadie lo hubiera dispuesto así, para llamar al orden y la calma. Decidieron esperar diez minutos más, porque sabían que el silencio torturaría al pelotón del Director. Sonriendo, brazo con brazo, salieron después del tiempo acordado y se armaron en la planta baja.
Desde lo alto de las escaleras, varios oradores incendiaron los ánimos con sus discursos y hasta las trincheras se escuchaban el griterío. Aún a estas alturas, todavía algunos del profesorado pensaban que los colegiales se irían a sus casas tranquilos, sin rencor en sus corazones jóvenes. El Director hacía llamadas telefónicas como loco: al cura del pueblo, al despacho del ministro de educación, a la guardia nacional. Pero todos lograban esquivarlo.
De la planilla quedaron algunos rezagados, pero nadie pensó en ellos después de la campana del almuerzo. El bibliotecario se negó a dejar sus libros a merced de la furia de “charlatanes incultos e imberbes”. La administradora del comedor ponía candado al cubículo minúsculo donde guardaba el maní garapiñado, los chocolates y toda su mercadería. Pero al escuchar el estruendo buscaron refugio tras el cerco de sus compañeros.
De última habló la del aula 23. Opresores a nuestras mentes, viles carceleros del espíritu estudiantil, traidores a la verdad. El escándalo alzó vuelo y llegó hasta la casa cural, donde el párroco oraba al Padre para que asistiera a los maestros. En el Ministerio decidieron callar, no fuera a ser que todos los colegiales del país descubrieran que afuera estaba el mundo. La Guardia Nacional estaba también en su almuerzo.
La columna bajó desde el edificio de aulas y desembocó frente a la Dirección, donde los recibió una descarga de tinteros y bolas de béisbol. Los alumnos respondieron con lo que hallaron a mano y puestas las piezas sobre la mesa, ambos lados pudieron decir que era combate.
Entre los alumnos se expandió un acuerdo tácito de que hasta que no rescataran el estandarte del Liceo no podrían salir al mundo. Se batieron por más de una hora, los profesores defendiendo el edificio ante el huracanado ataque, los estudiantes enviando oleada tras oleada a quebrarse ante las trincheras.
No se discriminó entre los enemigos. El profesor de español contuvo una avanzada de los miembros del equipo de deletreo. El trombón de la banda lanzó una regla metálica que le abrió la frente a la directora musical. Hasta el profesor de literatura disparaba manojos de piedras a los estudiantes de su club de lectura.
Pasada la una treinta, la campana de salida chilló suplicante. El Director aprovechó el respiro momentáneo y solicitó diálogo con los atacantes. Se sentaron alrededor del abeto que se erguía a medio camino y soltaron cuanto tuvo dentro cada uno. La comitiva estudiantil la lideró el capitán del equipo de oratoria; los profesores le encomendaron la tarea al subdirector. Todos estaban chorreando sudor y algunos hasta sangraban, pero a nadie le importó.
Los están engañando. Sí, ustedes. No, nosotros no. Que sí, ya lo sabemos. Escúchenos. Queremos el estandarte. No podemos. Mentirosos. Muchachos, no sean insensatos. A otros con su paternalismo barato. Necios. Demagogos.
“No señor Director, no ceden”. “Dicen que no entregan el estandarte”. Los improvisados estrategas de cada lado tiraban líneas en planos torpes. La muchacha de la 23 seguía arengando los ánimos, no vaya a ser que se olvidaran que afuera estaba el mundo, aunque ninguno necesitaba realmente las palabras porque ninguno podía olvidar. Los profesores se asomaban a los ventanales quebrados y bajaban la cabeza afligidos.
Finalmente se reanudó la batalla, con más ferocidad todavía, porque todos sabían lo que se jugaba. Hasta el más duro de los profesores temía lo que pudiera pasar si el perímetro cedía y los estudiantes no estaban dispuestos a perder su dignidad ante sus carceleros. Largas horas lucharon, hasta que los colegiales decidieron que si no podían conseguir el estandarte, al menos había que evitar que siguiera cautivo.
Alguien encendió una tea bañada en confín y caminó solemne hacia la Dirección. Al mismo tiempo, sentado en el auditorio de la escuela de geología y cansado de la crudeza del mundo, con sus déspotas caprichosos y su nítida censura, el universitario recordó con melancolía la placidez de sus días de colegial. “Que lindo sería volver al Liceo”.

sábado, 16 de agosto de 2008

Oda Azul a un Pronombre

La misma noche que hace blanquear los mismo árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos
Neruda

Hoy es una tarde lluviosa de sábado. Y me acordé.
No porque hayamos vivido un sábado de lluvia (¿o sí? ya parece todo hace tanto que ni recuerdo con precisión), sino porque las tardes así son perfectas para reír.
Nosotros nos reíamos, ¿te acordás? Casi como si fuera un oficio pagado, un trabajo a medio tiempo. De siete a tres, de lunes a viernes. Pero a veces sí nos extendíamos, que un martes en la clase 52, que un miércoles armando la red en el gimnasio...
Allá éramos nosotros, los de siempre. Te digo que todavía me acuerdo hace quince años, cuando estábamos tiernos y suaves, y nos pusieron uno tras el otro en colas interminables. Te lo digo que me acuerdo.
Ya ha pasado tanto y hemos visto tanto... Y nos acordamos de tan poco; apenas de intermitencias diminutas, unos segundos apenas de cada día. ¿Adónde dejamos el resto?
Digo yo, porque algo tuvo que llenar los espacios. Claro que me acuerdo del día con las bandas azules de letras doradas, de cuando nos pusimos los sombreros y los cambiamos de mano en mano, de cuando las elecciones y el todo de rojo, de cuando "si ustedes salen de esta aula le dan mal ejemplo a los demás", con las máscaras del restaurante y ese olor tan nuestro.
Pero, ¿y lo del medio? Hablo de esas horas eternas escuchando a las pizarras, de la complicidad muda con el que estaba en la silla de enfrente, de saber que en la otra esquina pensaron lo mismo. Decime, ¿vos te acordas de eso?
Yo ahora me siento en mis aulas (ya no le podemos decir nuestras) y ya no se lo que piensa aquella con los ojos azules. Porque a la de nosotros que tenía los ojos azules le hubiera parecido todo encantador, como siempre le parecía todo.
Te lo digo: yo extraño esa pulsación. Vos podés decir que ya te acostumbraste, que ya conseguiste otro nosotros y que ahora tenés otras nuestras aulas y nuestros profesores. Yo te entiendo, a veces me pasa. Pero también me pasa a veces que es un sábado por la tarde, y llueve, y lo que me nace es un deseo de que sea un lunes, y que sean números, nuestros números, para poder reír.
Y es que vos no podés contar una historia tuya sin nosotros, ni puedo yo, ni puede aquella flaca que se sentaba en la última fila. Y me gusta que no podamos.
Tal vez nunca supimos que ahora íbamos a saber esto. ¿Te acordás como todo era tan mágico y tan cotidiano? Un día ustedes nos llevaron a conocer el mundo de los confites y recuerdo que nos uniformaron de café para que nos acordáramos siempre y mirá como todavía me acuerdo (te prometo que de veras me voy a acordar siempre, aun sin que nos hubieran uniformado).
Y otro día alguno dijo que nos montáramos en un avión y fuéramos no recuerdo dónde, y allá fuimos todos sin saber ni cuando llegamos ni cuando volvimos. Eran las islas y nosotros, las noches y nosotros, las botellas y nosotros, la alegría y nosotros. Ahí también reímos, pero era a jornada doble, 18 horas al día, descansado apenas lo suficiente para poder empezar de nuevo.
Ya ahora todo es tan diferente. Los espacios diarios son solo espacios, son solo puntos o comas o líneas de diálogo. Allá hace un año o dos eran llaves que no aparecían, o apuntadas para el 12, o era un karaoke humano. Eran anécdotas gloriosas que estaba destinadas a olvidarse una semana después.
Porque el abrazo y San Carlos. Porque un "¡Carajo Franco!", porque una vida que es bonita. Porque las sonrisas diarias y los siete brindis del café. Porque una finca que ya nunca será nuestra, porque al fin y al cabo hermanos.
Y es que alguien pretendió (yo sé, yo entiendo que no quedaba de otra, pero igual dejame quejarme) que lo metiéramos todo en dos páginas de un libro celeste y café, como si Arial 11 pudiera.
A nosotros, que fuimos más que un pronombre. Al músico y a la del pelo rojo, al que no necesitó estudiar, a la del acento cantadito, al que quiso leerlo todo y a la del 10 corrido. Al que no podía ser más flaco, a la que se abrazaba, a ese que nunca se perdió una fiesta, al que nos llegó importado. Y hay tantos más, pero nunca se me olvida ni uno.
Porque yo creo que al final de eso se trata todo y tal vez aquel carajo Zeledón decía verdades. Y es que nunca vamos a poder ser así con otros, no volveremos a ser los que hablan sin mover los labios, los que ven sin abrir los ojos...
Y yo aquí, azul y temblando, sentado en una tarde de sábado como si todo fuera una lluvia de días que ya se fueron y apenas quedan delineados y frágiles. Y es que sí, podemos soñar con otros lunes y otros jueves, tal vez de octubre o de abril, donde volvamos a ser nosotros, y a reír, y a llenar los espacios con algo más que puntos y comas.
Ya no será en esa aula 55 o en los pasillos de madera de aquella isla perdida, pero allá donde estemos vamos a volver a ser nosotros. Y te prometo que nos vamos a reír, tal vez hasta como lo hacíamos antes.
Pero por ahora solo podemos asomarnos a las ventanas, cada cual a la suya porque ya no tenemos las nuestras, y ver esta lluvia de sábado caer sobre la tarde.

domingo, 27 de julio de 2008

Hay alguien, Alberto

Alberto, esta vez no es broma. Hay alguien ahí afuera.
Yo sé que me vas a decir que son ideas mías, que eso me pasa por ver las películas de las diez, pero quiero que me creás. Hace poco lo escuché arrastrando los pies por el pasillo, debe ser algún borracho que se confudió de edificio, pero está afuera, Alberto.
Y es que estoy fría y cansada. Me acurruqué entre la cama y el armario, en el hueco donde antes iba el canasto de la ropa, viendo hacia la ventana. Tal vez no sepa que estoy aquí.
¿Estás buscándome por la ventana, Alberto? Desde acá veo ocho estrellas. Cada vez se ven menos en el cielo de Madrid. Me gustaría que nuestros hijos puedan ver estrellas en Madrid, y que pensaran que son luciérnagas o viejos reyes, o que somos nosotros que les hablamos. De veras, Alberto.
Pasó otra vez. No seas tonto, ¿qué podrías hacer?
Ahora lo escucho respirar, es como si estuviera apenas aprendiendo. Pero aprende rápido, Alberto. Sigue caminando por todo el pasillo del piso, y a veces baja o sube las gradas.
Eso me pasa por alquilar un cuartito para mí sola, Alberto. Vos sabés que no me gustan los de afuera, son barbudos y huelen a sombrillas y a café frío. Pero este hasta camina diferente, como si le pesara un brazo más que el otro. Ya me dio miedo, Alberto. Consolame.
Todo este cuarto está contra mí. El reloj, el canasto de la ropa, todo. Solo mis geranios se mantienen fieles. Es porque les canto, ¿sabés? Lo leí en una revista del salón hace unos meses y comencé a cantarles y mirá lo floreados que están. Cantame algo, para no escuchar al de afuera.
Hay alguien, Alberto. Te lo digo que hay alguien.
¿Y de veras vamos a tener hijos Alberto? Que sean cuatro, tres hombres y una mujercita, para que sus hermanos la cuiden. Y quiero tener un piso entero para nosotros, sin pasillos donde pueda entrar gente en la madrugada.
Además, hoy no dieron película a las diez. Por eso se me ha hecho más cansada la noche. Me entretuve jugando con una candela, hasta que llegó el de afuera y apagué todas las luces. Y te llamo porque sos vos y porque ya no me da miedo que me escuche.
Otra vez pasó caminando. Creo que se sentó a descansar un rato frente a mi puerta, porque escuché un sonido seco. Si, ya lo escuché suspirar.
¿Y si es un sicópata y me quiere matar? Yo creo que no estoy lista, Alberto. Todavía me falta tirarme de paracaídas y comerme un kebap de verdad. Y ver más flores de los geranios.
Pero ¿sabés? Se escucha cansado. Me gustaría estar cansada ahora, poder acostarme y dormir. Este insomnio me está matando, Alberto, de veras que sí. ¿Me viste las ojeras que llevaba el martes? Entonces no me digás que no.
Voy a acercame a la puerta, para que no sea tan solo. Este huele a sombrilla, pero mojada. No huele tan mal de hecho, creo que me podría acostumbrar. Es solo, Alberto. No es que esté solo, es que es solo. Yo no quiero ser así de grande. Casémonos, decime que sí, para no ser solos.
Creo que no lo quiere hacer. Tiene los ojos grises, estoy segura. Solo sé que tiene los ojos grises, no me preguntés cómo se. Tiene los ojos grises y se le están nublando con lágrimas. Creéme, no lo quiere hacer.
Pero si le toca, nada podemos hacer. Tal vez solo está haciendo su trabajo y ¿quién soy yo para impedírselo?
Ya se levantó, se alejó unos pasos de la puerta, creo que se va a ir. Pero no se puede largar así como así, tiene que hacerlo, Alberto. Decile que tiene que hacerlo, decile que es su trabajo.
Ya no tengo miedo. Ni aunque hubiera visto la película de las diez estaría con miedo. Ahora me da un poco de lástima. No me gustaría estar en su posición. Pobre...
Ahora pegó la oreja a la puerta, yo creo que me escuchó hablar con vos. ¿Tendrá alguien, así como yo te tengo a vos? Tal vez podamos presentarle a Ingrid, para que vaya y se siente en su puerta y Ingrid huela ese olor a sombrilla mojada y sepa que es él. ¿Creés que le guste a Ingrid?
Creo que ya se decidió. Me tiró un papelito por debajo de la puerta. Dice "perdón". Ves, te dije que no quería hacerlo, pero él sabe que le toca. No seas bruto, no vas a llegar a tiempo, mejor quedate allá.
Alberto, tengo que colgar, ya le está pegando a la puerta. Las bisagras no van a aguantar muchos golpes. No, no podemos hacer nada. Espero que tus hijos puedan ver estrellas sobre Madrid.
Está llorando, Alberto, y llorando duro. No quiere hacerlo, pero lo va a hacer. Me tengo que ir, no quiero que me encuentre hablando con vos. Yo también, y mucho. Presentale a Ingrid. Y acordate de cantarle a mis geranios, todavía le faltan algunos botones por estallar.

sábado, 26 de julio de 2008

La fantasma

Anita se acercó, buscando la cruz remota de mi abrazo. A veces hacía eso, cuando no entendía algo. Todavía en su disfraz, se escurrió entre mis brazos, con su carita trastornada por el escándalo impío de la tormenta. “¿Por qué está el cielo tan enojado?” me preguntó suavecito, como para que la lluvia no escuchara. “Debe ser que es martes” le dije sin escucharla en serio, porque pensaba en las zanahorias del huerto. “Se nos van a arruinar las zanahorias” le dije. “Que la lluvia se las lleve todas si quiere, pero que se vaya” me respondió con sus piernas empaquetadas bajo su cabecita suave.
Anita era así, Rubén, caprichosa. Su capricho era inocente, como una bolita de algodón blanco o una de esas nubes esponjosas que cosechan domingos. Era irresistible cuando se encaprichaba con algo. Decíme, Rubén, ¿cómo me iba a importar que desperdiciara la harina y el ajo, y que ensuciara las sábanas blancas cuando jugaba a fantasma? Se me olvidaba todo, hermano, solo podía verla.

Esa noche, buscamos la chimenea, para calentarnos. Los dos seguimos acurrucados en nosotros mismos, esperando que la tormenta pasara; yo para ver las zanahorias y ella para hallar su aliento de nuevo. Los relámpagos jugaban a buscarse y encontrarse con las largas sombras de los abetos y yo los oía reír sobre la melancólica canción de la lluvia. Un rayo partía aquí y allá la sombría monotonía de la noche. “Decíles que paren” me ordenó Anita. Todavía tenía la cara llena de harina, pero unas gotas agridulces habían pintado cinco caminillos suaves desde la cuenca del ojo hasta el final de la mejilla. “Decíles que paren” me ordenó de nuevo entre sollozos oscuros, pero no podía hacer nada por ella. “Ya no deben quedar zanahorias” dije, pero ella me miró con ojos cansados y tristes.

La noche crecía y se alargaba por toda la casa. Yo veía las centellas desparramarse contra los vidrios impecables de la cocina, contra los floreros del comedor, contra el farol de Anita que yacía inmóvil. Pero creo que Anita no veía eso, Rubén. Ella veía disparos y detonaciones, y horripilantes caravanas que incendiaban el mismo aire donde se mecía su respiración. Tal vez hasta haya visto ejércitos dorados y plateados inundando la salita, porque me dijo de nuevo: “Decíles que paren”. Y ya no era una orden, sino una súplica.

Lo que más me preocupó fue su nuevo tono de voz. Apagado y seco, como un martillazo en un saco de harina. La miré a los ojos y los tenía amarillos, como los de un perro borracho, entonces le canté algo que no recordaba al oído. Pero Anita se iba hundiendo entre mi abrazo, hasta que me pareció que no pesaba más que un pecadillo venial. “Voy a apagar el cielo” le dije para consolarla y me fui a buscar unas cobijas para ella. Le gustaban las de lana gruesa, porque le hacían unas cosquillas que le daban risa. Ella era así, Rubén, se reía de las cosas sencillas. Se reía de la marca de nacimiento que tenía en mi pierna. “Mirála, parece un gato asustado” me decía con la cara hinchada de carcajadas.

Cuando pasé por la puerta de la cocina, quise salir a ver las zanahorias. “Se van a mojar las cobijas” pensé, y seguí hasta la salita. “Aquí te traje unas cobijas para que te rías un rato” le iba a decir a Anita, pero no pude, porque encontré el sillón vacío. La puerta estaba abierta, y afuera, la noche estaba baja como un telón monstruoso. Salí despavorido, a buscarla corriendo como un idiota, rogándole con alaridos homéricos que regresara, que esa no era manera de apagar el cielo, que yo iba a hacer que todo se callara para ella.

Mirá como es el mundo, Rubén, la encontré sentada en el huerto, con la sábana cruzada por figuras de barro y las manos llenas de tierra. Todas las zanahorias estaban desperdigadas a lo lejos, alumbradas a veces por un relámpago que pasaba. Resignado, me senté a su lado y allí quedamos los dos, empapados y tiritando. Hasta que ella, sin volver su carita de fantasma lavada por la lluvia, me dijo con mi misma resignación de viejo perro encadenado: “Hoy debe ser muy martes, porque ya le tiré todas las zanahorias, pero creo que no se va a ir”.

jueves, 24 de julio de 2008

El pasillo del ala izquierda

Como de costumbre, Rodrigo se asomó a la entrada de la Iglesia y solo vio cuadros. El piso estaba inundado de pequeñas cerámicas cuadradas, alineadas una tras otra en un patrón eterno. Amarillo, negro, vino, gris, amarillo... Se puso a buscar figuras, como si el piso fuera un cielo enorme y los cuadros unas nubes caprichosas. O las figuras lo buscaban a él, ya eso no lo sabía, pero nunca importó. De pronto, por el pasillo central pasó huyendo un enorme dragón de tristes ojos grises, perseguido por una flor multicolor que Rodrigo apenas logró identificar. Volteó la mirada horrorizado (si las flores persiguen dragones, qué destino le espera al mundo?) y caminó un poco por el pasillo del ala izquierda, su favorito, donde jugaba el tropel de sirenas amarillas que conocía de siempre. Rodrigo se iba a sentar al lado de ellas, seducido por sus carcajadas, pero su madre lo miró desde el otro lado de la iglesia y supo que era mejor acudir cabizbajo. Recibió el pellizco de rigor, se rio por lo bajo de la mujer que en el púlpito leía el Salmo 23 y sentado junto a su madre, miró con añoranza las bancas del ala izquierda.
Tras nueve años de acudir a la misma iglesia a la misma hora, Rodrigo ocupaba cada domingo la misma banca (la tercera del ala derecha) y las oscuras plazas del ala izquierda eran un misterio, una fruto prohibido, un soplo de magia. También estaban las sirenas, niñas rubias de ojos negros y dos dimensiones, pero ellas eran más nuevas. Se habían encontrado un segundo domingo de adviento, unos años atrás, porque su madre había dicho: "vamos temprano para que no me quiten la banca" y llegaron veinte minutos temprano. La madre de Rodrigo se arrollidó a rezarle al Padre, y Rodrigo trató de verdad; había cerrado los ojos hasta que le dolieron las pestañas y pensó fuerte en la imagen del crucificado, pero no logró escuchar esa voz que su mamá decía oír, se resistió a seguir monologando y buscó diversiones mundanas. Allá, tras las bancas solemnes del ala izquierda, se veía un grupo de sirenas reír de las penas de los hombres. Se estiró para verlas mejor, pero un gruñido de su madre le recordó que estaban en santa presencia y tuvo que conocerlas otro domingo. Pero ahora estaban tan lejos...
Su banca no era tan mala. Estaba frente al púlpito y Rodrigo solía distraerse viendo a los que subían cada domingo a leer los textos del día. Había una señora que siempre se pintaba todas las uñas menos el anular de la mano izquierda, y un muchacho que todos los domingos acudía con una corbata morada, y cada vez que podía se encargaba de la segunda lectura. El sacerdote daba las homilías sentado y Rodrigo veía en sus zapatos de mortal los cordones mal amarrados (para sí mismo, Rodrigo se prometía jamás tener los cordones así cuando creciera) y le molestaba que tosiera cada ochenta y siete segundos. De hecho, medía con su reloj la invencible regularidad de la tos, pero el sacerdote no aflojaba una milésima.
Pero ese domingo, el dragón era nuevo y por ahora lo entretenía. Desde su banca, lo oía gemir de miedo, porque la flor realmente era terrible y lo perseguía sin misericordia y todos saben lo que es capaz de hacer una flor sin escrúpulos. Estaba absorto en contemplar la inmóvil persecución cuando en el púlpito tomó lugar uno de esos raro eventos que pueden alegrar cualquier celebración. Esta vez era el micrófono del orador, que se negaba a funcionar. Aun no había introducido el pequeño monaguillo la segunda lectura cuando comenzó a fallar.
El hombre del teclado se acercó ufano al micrófono y movió un par de cables de la base, pero la cabecita brillante se resistía a cooperar. Esta era la parte que divertía a Rodrigo; por un minuto cada seis meses de este absurdo teatro valían todos los sermones del anciano sacerdote y los pellizcos de su madre. Viéndose impotente, el hombre del teclado movió los hombros un poco incómodo, masculló al monaguillo unas palabras breves y se escondió en el cuartito de sonido al fondo de la iglesia, buscando la solución al problema. Afuera, el cuadro era caricaturesco. El monaguillo plantado con el pedazo de papel que le tocaba leer, con ojos de tonto sin mama, el anciano sacerdote petrificado en su silla, con doscientos pares de ojos clavados encima y las sirenas riendo al otro lado de la iglesia.
El sacerdote alzó las cejas y escondió la cara en el hueco de su mano izquierda, la madre de Rodrigo se acomodó inquieta en su banca y el hombre del teclado salió de la puerta con las manos abiertas y una cara de animal humillado. Se levantaron unas señoras muy gordas de la primera fila y travesearon al micrófono, tocándolo con insolencia, profanando su privacidad, pero seguía sin ceder un centímetro. Rodrigo pensaba que si le decían "por favor" (son dos palabras muy mágicas) el micrófono funcionaría, pero no estaba dispuesto a arruinar el espectáculo. A él no le importaba ya eso, quería ir al ala izquierda de la iglesia, a sentarse a reír con las sirenas; quería tragarse sus carcajadas, acostarse a su lado, ser uno con los cuadros del suelo. Quería ir y reírse con ellas de las penas del hombre hasta que le doliera el estómago.
La gente había comenzado a murmurar. Rodrigo conoce el tipo de persona que murmura cuando falla un micrófono. Son los mismos que siempre entienden tarde el chiste del irlandés y la playa, los que solo pueden hacer las tareas de matemática en hojas cuadriculadas y los que cantan el coro de las canciones para simular que las saben. Pero no es culpa de ellos, tal vez algún día puedan redimirse.
Ahora Rodrigo espera ahora el momento en que regresa el sonido. Su madre diría "Gracias a Dios", el sacerdote asomaría los ojos entre sus dedos y el hombre del teclado regresaría corriendo a su puesto para tocar el Aleluya. Le gusta cuando sucede eso. Pero no pasa nada. Y Rodrigo también comienza a ponerse nervioso. Para distraerse, mira un rato al dragón, obeso y pusilánime. Si fuera un dragón noble y gallardo no tendría miedo del micrófono rebelde, porque él lo protegería, pero quién se atiene a un dragón que huye de una flor?
Pasan los minutos y el sonido sigue sin regresar. Entonces se levanta un señor de la primera fila de la izquierda, cruza el pasillo principal, aparta a las señoras gordas y se planta frente al púlpito. Rodrigo no lo conoce, pero es un gusto verlo. Tiene todos los 7 botones de la camisa bien puestos, los cordones amarrados y una esquina del pañuelo blanco escapa de la bolsa trasera del pantalón. Todo un caballero. Hace una señal en dirección a la puerta principal y a las dos laterales y entran varios hombres vestidos en traje entero, cada uno con una pequeña pistola en la mano. Rodrigo los cuenta, en total son diecinueve y todos visten de negro con una corbata roja y camisa blanca, y la misma esquina del pañuelo blanco en el bolsillo trasero.
Uno de los hombres se acerca al micrófono, saca un pequeño aparato azul del bosillo interno del saco y lo dirige hacia la orgullosa figura negra. El micrófono, vencido, cede. Vuelve a la formación el hombre del aparato y el primer sujeto toma la palabra. Rodrigo nota que tiene los ojos grises y tristes, como su dragón, pero tiene una actitud mucho más segura.
-Damas y caballeros, no hay de qué alarmarse. Esto es un asalto, pero somos profesionales y nadie saldrá herido. Tan solo depositen sus objetos de valor en los contenedores que estos señores pasarán y todo saldrá bien. Muchas Gracias.
El ala izquierda le fue asignada a un hombre con el cabello negro, corto y lacio y unos anteojos de borde dorado. Al señor de la segunda banca, el hombre lo dejó sacar unos papeles de su pensión de la billetera. Cuando pasó por la banca de Rodrigo, sonrió y les solicitó todos sus objetos de valor. La madre de Rodrigo entregó todos sus anillos, su cadena de oro puro y su billetera (en aquellos buenos tiempo cuando aun no habian telefonos celulares para poder robarse), pero miró con todo el desdén posible al hombre que la robaba. "Solo hago mi trabajo, señora", le dijo él con una sonrisa en la cara. Rodrigo no sonrió al entregar su nuevo reloj digital, negro y reluciente, que se había comprado el martes con los ahorros de los últimos siete meses.
Todo el proceso fue rápido (Rodrigo notó que ya no habían murmullos en las filas de atrás del lado derecho). Los diecinueve hombres regresaron junto a su líder, frente al altar, tan cerca de Rodrigo podría verles las pupilas brillando y las sonrisas impecables si no tuviera los ojos empañados por el llanto. El hombre del púlpito se despidió con unas cordiales palabras y recomendó no seguirlos, porque dijo que no querían herir a nadie. Hablaba con tal gracia que nadie pensó en hacer algo diferente a lo que decía.
Salieron todos por las puertas laterales, y el último hombre de cada puerta dejó un clavel en el portal. La iglesia entera contuvo el aire y no se oyó nada en todo el templo. Lentamente, el anciano sacerdote se levantó de su silla tras el altar (a él también le habían robado billetera y su collar de oro) y se encaminó hacia el púlpito. Cada paso suyo aumentaba la ansiedad de los feligreses, que ya empezaban a murmurar sin disimulo. Rodrigo oía a todos opinar de lo que diría en sacerdote, si condenaría el ataque y llamaría a perseguir a los ladrones (aunque él pensaba que sonaba muy fuerte esa palabra para un golpe tan elegante) o si exhortaría a mantener la calma y poner la otra mejilla.
Para el momento en que el sacerdote finalmente llegó al micrófono, toda la iglesia se había deslizado hasta el borde de sus asientos y Rodrigo llegó a pensar que hasta el dragón y la flor lo miraban para oír lo que diría. Pero en un último acto de rebeldía humillada, el micrófono se resistió a reproducir sus palabras y aunque el anciano trató en repetidas ocasiones, nada se oyó.
Nada logró el suspiro resignado del hombre del teclado desde su puesto ni los brinquitos inquietos de la madre de Rodrigo. La iglesia entera se quedó paralizada por el fiasco, hasta el mismo sacerdote miró desconcertado alrededor, buscando ayuda, y a Rodrigo dejó de parecerle gracioso que el micrófono no funcionara.
Por eso, cuando escuchó la carcajada grotesca de las sirenas romper el silencio desde el otro lado de la iglesia, Rodrigo hizo un juramente secreto de jamás volver a acercarse a ese maldito pasillo del ala izquierda.

viernes, 4 de julio de 2008

Funeral en un Pueblito

Que dicha que pudiste llegar. Nos tenías extrañados a todos. Yo cierro, no te preocupés. La sombrilla podés dejarla con las nuestras, en aquella puertecita. Si, ahí. ¡Cómo te has conservado, ni se te notan los años! Claro que no pensamos que no fueras a venir, ¡con lo que lo querías! Pero con este diluvio uno nunca sabe lo que puede pasar. Por ahí anda Rodolfo contando que vio un carro con el agua hasta el techo, allá por el Cristo Blanco. Por donde estaba la casa de Virginia. Bueno, no importa. Pero pasá, pasá, que venís chorreando agua. En la salita de al lado Quincho encontró una chimenea medio destruida y la prendió para matar el rato, acercáte. Vení y te enseño donde, porque entre este montón de gente uno no encuentra nada. Mirálo ahí está, te dejo en buenas manos, que creo que se acabaron las galletas y el café. Quihúbole, ¿cómo vas? Acercáte, a menos que querás morirte de una pulmonía y obligarnos a enterrarte a vos también. No jodás, vos sabés que así soy yo, no me veas con esa cara de sos un desalmado porque no es que me esté burlando de Manolo. Al rato te escucha desde allá y te cree y viene a jalarme las patas en la noche. Vení, vení, dejá de verme y secáte un poco, que prendí este fuego para todos. Dáme y te acerco este banco. Yo muy bien por dicha. Ahí está, exprimiéndome cada aliento la muy maldita. Y todo por unos sacos de papa cada seis meses. Sí, en eso tenés razón. La verdad es que uno nunca sabe con esto de las fincas, vieras como la tenía de linda Manolo y de pronto se va a morir. No, no sé a quién le tocará, pero creo que a Javier o a Melania, porque Manolo no dejó ni hijos ni testamento. Pero que dicha que llegaste vos, nada había sabido desde que oí que dejaste tirada la parcelita que te dio don Víctor. No digás eso, tu papá era un buen hombre. Bueno, te dejo que hace poco vi entrar a tía Victoria y vos sabés cómo se pone si uno no la saluda. Ni te burlés. Aunque no sea tu tía, vos sabes que ella hace años te adoptó en la familia. Ni vos te salvás de esa. Ahí nos vemos más tarde, no te perdás ¿Por qué ahí con la chimenea? No me digás ahora que le vas a hacer un poema al fuego, si son tres tristes llamas que prendió el bruto de Quincho. Vos y tu poesía que sale de todas las cosas. Mucho Neruda diría yo, eso es lo que pasa por leer tantos poemas, se le fríen a uno los sesos. Y bueno, ¿cómo estuvo el viaje hasta acá? Una lluvia de los mil diablos supongo. Sí claro, me imagino. Ahora que venía para acá me encontré un carro con el agua hasta el techo. Ah, ¿quién te contó? ¿Maribel?. Condenada esa, que es una chismosa. Pues sí, vieras que impresión, me lo tope allá por el Cristo Blanco, por el palo de mangos donde nos trepábamos los fines de semana. El pobre hombre se había ido en una zanja y apenas le dio tiempo de saltar. Iba mojado hasta los huesos, así como estás vos ahora. Le tocó una buena semana a Manolo para morirse, a él que le encantaba la lluvia. Yo no me quejo, sinceramente. Todos los brotes de zanahoria van a crecer ahora. Sí, gracias a Dios. ¿Vos seguís metida en esas de los libros? Yo pensé que te habías curado después de quemar la fiebre con aquella novela. Claro, por ahí la tengo, orgullosamente autografiada. Me leí unas partes, sí… Es que la verdad he estado de locos, algún día te prometo acabarla. La que sí se la leyó fue mi señora. ¿Cómo? Si hasta te invité a la boda, pero como vos ya no te aparecés por estos pueblos menores. Ya te la presento. Es aquella que está por el candelabro de bronce. Vamos y así podés saludar a Martita, que anda muy caída. Usted escribió el libro ¿verdad? Claro, por la fotografía de la parte de atrás. Rodolfo no ha tenido la cortesía de leerlo. No se deje engañar con sus inventos de que tiene mucho trabajo en la finca y que las zanahorias lo tienen loco. A esas solo les faltó sembrarse solas, ni que las vigilen ocupan. ¡Rodolfo Uribe, atrévase usted a desmentirme! Por cierto, soy Guillermina, que este cavernícola probablemente ni le dijo cómo me llamaba. Aunque por hoy se lo perdono, ahí donde usted lo ve parece muy tranquilo, pero lo trae loco que se haya muerto Manolo. Ustedes se conocían desde chiquillos, ¿verdad? Rodolfo me contó un par de historias de cuando estaban todos en el colegio y también Manolo me había contado una o dos. No me haga esa cara, que sí lo quiero, aunque a veces nos tratemos de un modo particular. Así somos. No, claro, yo entiendo. Usted vino desde allá para ver a Manolo y ni ha podido verlo y yo aquí hablando tonteras. El ataúd está en aquella esquina. Un placer. ¡Tanto tiempo! La última vez que te vi fue cuando te fuiste a la ciudad a estudiar. Sí, muy jodido todo. Miralo como está el pobre. Por cierto, esta cajita le quedó muy bonito a Quincho. Y todos que decían que compráramos un ataúd hecho. Se hubiera revolcado en su tumba el pobre Manolo de saber que gastamos un chorro de plata en cuatro piezas de madera. Pero por dicha le tocó una temporada de lluvias. ¿Te acordás aquella vez que nos fuimos a hacer malabares a la capital? Claro, que queríamos ahorrar para un viaje por el país. ¿Ahora si? Hubo una tarde que llovió como si se fuera a acabar el mundo y estábamos todos hechos un puño en un zaguán y el fiebre de Manolo bajo la lluvia. Ay Manolo que era especial. ¿Y te acordás del carro que se quedó hablando con él? Aquel que en vez de acelerar cuando se puso en verde el semáforo se quedó conversando como si no le pitaran. Sí, el mismo que le dio el fajo de billetes. ¿Te acordás que le dijo a Manolo que fuera feliz por la gente como él? Pero estoy seguro que te acordás del fiestón que hicimos con la plata que nos dio ese pobre infeliz. Digo infeliz porque no era feliz, no me malinterpretés. Pero ahora aquí quedó Manolo. Sí, un infarto. No, no, dicen que no sufrió, por dicha. Ay, ahí viene doña Victoria, mejor me voy a buscar a Mina. ¿Ya no saludás a la pobre tía Virginia? Es que crecen y se van para la ciudad y lo olvidan a uno. Vieras cómo hemos sufrido acá con lo de Manolo. Estoy segura que vos también, con lo que se llevaban de bien de jóvenes. Y me consta que todavía de viejos se mandaban cartas y que él se leyó tu libro. ¿Yo? Echando para adelante, no queda de otra. Aquí enterrando sobrinos, no puede ser posible, pero el Señor sabe por qué hace las cosas. Sí, claro en eso tenés razón. Me contaron que seguís con la manía de escribir. Yo me acuerdo que siempre te dio por esas; cuando estaban todos los chiquillos afuera entre los árboles o tirándose en el barro, vos agarrabas un libro en alguna esquina y no le dabas tregua. Hay gente así. Tu papá casi se vuelve loco cuando le dijiste que te ibas a dedicar a la literatura, pero la verdad yo estaba de acuerdo, porque es bueno tener a algún letrado por si acaso. ¿Trajiste algo para leer mañana en la misa? Ah, sí, ya entiendo. Si claro, solo a estar un rato a solas con Manolo. A mí me da por ahí a veces, se me mete ir a la tumba del coronel a hablar con él un rato, porque no hay nada más bueno que descargar la conciencia con un muerto. Siempre lo escuchan a uno. Disfrutá de la tranquilidad con Manolo, que ya no lo vas a ver más, y aquí nadie te va a interrumpir. Yo me voy también, cuidá esa juventud. ¡Viste que bonito me quedó el ataúd! Trabajé ayer toda la noche y me salió esta belleza. Sí, ya la saludé. Te dije que no te ibas a escapar de esa, ya la tía Virginia te adoptó y no perdona esos saludos. Ahorita sale con alguna indirecta de que ya no la querés o algo por el estilo. Sí, yo estaba con él. Vieras que muy tranquilo, solo soltó un gruñido mudo y terminó ahí donde lo ves, acurrucado entre girasoles y bromelias y cuanta flor rara pudimos encontrar. Una maravilla para Manolo, pero yo me asusté como nunca. Imaginate vos, estar ahí los dos fumando pipa y que se calle de pronto y no vuelva a hablar. Sí, así fue. Que rico contarle a alguien y que no intente abrazarlo a uno. No, no, no digo que seas así. Igual no jodás, siempre fuiste como una piedra para mostrar lo que sentís. No es que me queje, sólo es una observación. ¿Cómo? ¿Ya te vas? Acabás de llegar hace diez minutos y ya te querés ir… Bueno, ahí nos hablamos. Llamame si ocupás alguna ayudita con algo de ebanistería allá en la ciudad. Yo me podría echar el viajecito, nos tomamos un café y te ayudo. Me llamás… Te veo otra cara de cuando entraste. ¿Pero cómo va a ser que querás irte? Ah, ya. Claro, toda la razón. Tu sombrilla está ahí, mirala. Que gusto oir de vos y que hayas podido venir a estar un rato con Manolo, yo se que uno ocupa esos momentos tranquilos de ves en cuando. ¿Pudiste estar un rato con él? Bueno, vos sabes que aquí somos buenos para hablar. Saludos pues, seguí mandando tus libros, que todos los leemos. Y acordate de no irte por la calle del Cristo Blanco, o vas a ser la comidilla del pueblo en la vela del próximo muerto.