Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

sábado, 26 de julio de 2008

La fantasma

Anita se acercó, buscando la cruz remota de mi abrazo. A veces hacía eso, cuando no entendía algo. Todavía en su disfraz, se escurrió entre mis brazos, con su carita trastornada por el escándalo impío de la tormenta. “¿Por qué está el cielo tan enojado?” me preguntó suavecito, como para que la lluvia no escuchara. “Debe ser que es martes” le dije sin escucharla en serio, porque pensaba en las zanahorias del huerto. “Se nos van a arruinar las zanahorias” le dije. “Que la lluvia se las lleve todas si quiere, pero que se vaya” me respondió con sus piernas empaquetadas bajo su cabecita suave.
Anita era así, Rubén, caprichosa. Su capricho era inocente, como una bolita de algodón blanco o una de esas nubes esponjosas que cosechan domingos. Era irresistible cuando se encaprichaba con algo. Decíme, Rubén, ¿cómo me iba a importar que desperdiciara la harina y el ajo, y que ensuciara las sábanas blancas cuando jugaba a fantasma? Se me olvidaba todo, hermano, solo podía verla.

Esa noche, buscamos la chimenea, para calentarnos. Los dos seguimos acurrucados en nosotros mismos, esperando que la tormenta pasara; yo para ver las zanahorias y ella para hallar su aliento de nuevo. Los relámpagos jugaban a buscarse y encontrarse con las largas sombras de los abetos y yo los oía reír sobre la melancólica canción de la lluvia. Un rayo partía aquí y allá la sombría monotonía de la noche. “Decíles que paren” me ordenó Anita. Todavía tenía la cara llena de harina, pero unas gotas agridulces habían pintado cinco caminillos suaves desde la cuenca del ojo hasta el final de la mejilla. “Decíles que paren” me ordenó de nuevo entre sollozos oscuros, pero no podía hacer nada por ella. “Ya no deben quedar zanahorias” dije, pero ella me miró con ojos cansados y tristes.

La noche crecía y se alargaba por toda la casa. Yo veía las centellas desparramarse contra los vidrios impecables de la cocina, contra los floreros del comedor, contra el farol de Anita que yacía inmóvil. Pero creo que Anita no veía eso, Rubén. Ella veía disparos y detonaciones, y horripilantes caravanas que incendiaban el mismo aire donde se mecía su respiración. Tal vez hasta haya visto ejércitos dorados y plateados inundando la salita, porque me dijo de nuevo: “Decíles que paren”. Y ya no era una orden, sino una súplica.

Lo que más me preocupó fue su nuevo tono de voz. Apagado y seco, como un martillazo en un saco de harina. La miré a los ojos y los tenía amarillos, como los de un perro borracho, entonces le canté algo que no recordaba al oído. Pero Anita se iba hundiendo entre mi abrazo, hasta que me pareció que no pesaba más que un pecadillo venial. “Voy a apagar el cielo” le dije para consolarla y me fui a buscar unas cobijas para ella. Le gustaban las de lana gruesa, porque le hacían unas cosquillas que le daban risa. Ella era así, Rubén, se reía de las cosas sencillas. Se reía de la marca de nacimiento que tenía en mi pierna. “Mirála, parece un gato asustado” me decía con la cara hinchada de carcajadas.

Cuando pasé por la puerta de la cocina, quise salir a ver las zanahorias. “Se van a mojar las cobijas” pensé, y seguí hasta la salita. “Aquí te traje unas cobijas para que te rías un rato” le iba a decir a Anita, pero no pude, porque encontré el sillón vacío. La puerta estaba abierta, y afuera, la noche estaba baja como un telón monstruoso. Salí despavorido, a buscarla corriendo como un idiota, rogándole con alaridos homéricos que regresara, que esa no era manera de apagar el cielo, que yo iba a hacer que todo se callara para ella.

Mirá como es el mundo, Rubén, la encontré sentada en el huerto, con la sábana cruzada por figuras de barro y las manos llenas de tierra. Todas las zanahorias estaban desperdigadas a lo lejos, alumbradas a veces por un relámpago que pasaba. Resignado, me senté a su lado y allí quedamos los dos, empapados y tiritando. Hasta que ella, sin volver su carita de fantasma lavada por la lluvia, me dijo con mi misma resignación de viejo perro encadenado: “Hoy debe ser muy martes, porque ya le tiré todas las zanahorias, pero creo que no se va a ir”.

1 comentario:

Daniela dijo...

Creo que no entendi el final, pero segun Mark Twain no puedo o me matan... Asi que me resigno pensando que estuvo muy bueno. Y que me recuerda la entrada de pecho que dice que la gente menosprecia los martes. Ahi esta, ya lei una entrada suya :)