Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

jueves, 24 de julio de 2008

El pasillo del ala izquierda

Como de costumbre, Rodrigo se asomó a la entrada de la Iglesia y solo vio cuadros. El piso estaba inundado de pequeñas cerámicas cuadradas, alineadas una tras otra en un patrón eterno. Amarillo, negro, vino, gris, amarillo... Se puso a buscar figuras, como si el piso fuera un cielo enorme y los cuadros unas nubes caprichosas. O las figuras lo buscaban a él, ya eso no lo sabía, pero nunca importó. De pronto, por el pasillo central pasó huyendo un enorme dragón de tristes ojos grises, perseguido por una flor multicolor que Rodrigo apenas logró identificar. Volteó la mirada horrorizado (si las flores persiguen dragones, qué destino le espera al mundo?) y caminó un poco por el pasillo del ala izquierda, su favorito, donde jugaba el tropel de sirenas amarillas que conocía de siempre. Rodrigo se iba a sentar al lado de ellas, seducido por sus carcajadas, pero su madre lo miró desde el otro lado de la iglesia y supo que era mejor acudir cabizbajo. Recibió el pellizco de rigor, se rio por lo bajo de la mujer que en el púlpito leía el Salmo 23 y sentado junto a su madre, miró con añoranza las bancas del ala izquierda.
Tras nueve años de acudir a la misma iglesia a la misma hora, Rodrigo ocupaba cada domingo la misma banca (la tercera del ala derecha) y las oscuras plazas del ala izquierda eran un misterio, una fruto prohibido, un soplo de magia. También estaban las sirenas, niñas rubias de ojos negros y dos dimensiones, pero ellas eran más nuevas. Se habían encontrado un segundo domingo de adviento, unos años atrás, porque su madre había dicho: "vamos temprano para que no me quiten la banca" y llegaron veinte minutos temprano. La madre de Rodrigo se arrollidó a rezarle al Padre, y Rodrigo trató de verdad; había cerrado los ojos hasta que le dolieron las pestañas y pensó fuerte en la imagen del crucificado, pero no logró escuchar esa voz que su mamá decía oír, se resistió a seguir monologando y buscó diversiones mundanas. Allá, tras las bancas solemnes del ala izquierda, se veía un grupo de sirenas reír de las penas de los hombres. Se estiró para verlas mejor, pero un gruñido de su madre le recordó que estaban en santa presencia y tuvo que conocerlas otro domingo. Pero ahora estaban tan lejos...
Su banca no era tan mala. Estaba frente al púlpito y Rodrigo solía distraerse viendo a los que subían cada domingo a leer los textos del día. Había una señora que siempre se pintaba todas las uñas menos el anular de la mano izquierda, y un muchacho que todos los domingos acudía con una corbata morada, y cada vez que podía se encargaba de la segunda lectura. El sacerdote daba las homilías sentado y Rodrigo veía en sus zapatos de mortal los cordones mal amarrados (para sí mismo, Rodrigo se prometía jamás tener los cordones así cuando creciera) y le molestaba que tosiera cada ochenta y siete segundos. De hecho, medía con su reloj la invencible regularidad de la tos, pero el sacerdote no aflojaba una milésima.
Pero ese domingo, el dragón era nuevo y por ahora lo entretenía. Desde su banca, lo oía gemir de miedo, porque la flor realmente era terrible y lo perseguía sin misericordia y todos saben lo que es capaz de hacer una flor sin escrúpulos. Estaba absorto en contemplar la inmóvil persecución cuando en el púlpito tomó lugar uno de esos raro eventos que pueden alegrar cualquier celebración. Esta vez era el micrófono del orador, que se negaba a funcionar. Aun no había introducido el pequeño monaguillo la segunda lectura cuando comenzó a fallar.
El hombre del teclado se acercó ufano al micrófono y movió un par de cables de la base, pero la cabecita brillante se resistía a cooperar. Esta era la parte que divertía a Rodrigo; por un minuto cada seis meses de este absurdo teatro valían todos los sermones del anciano sacerdote y los pellizcos de su madre. Viéndose impotente, el hombre del teclado movió los hombros un poco incómodo, masculló al monaguillo unas palabras breves y se escondió en el cuartito de sonido al fondo de la iglesia, buscando la solución al problema. Afuera, el cuadro era caricaturesco. El monaguillo plantado con el pedazo de papel que le tocaba leer, con ojos de tonto sin mama, el anciano sacerdote petrificado en su silla, con doscientos pares de ojos clavados encima y las sirenas riendo al otro lado de la iglesia.
El sacerdote alzó las cejas y escondió la cara en el hueco de su mano izquierda, la madre de Rodrigo se acomodó inquieta en su banca y el hombre del teclado salió de la puerta con las manos abiertas y una cara de animal humillado. Se levantaron unas señoras muy gordas de la primera fila y travesearon al micrófono, tocándolo con insolencia, profanando su privacidad, pero seguía sin ceder un centímetro. Rodrigo pensaba que si le decían "por favor" (son dos palabras muy mágicas) el micrófono funcionaría, pero no estaba dispuesto a arruinar el espectáculo. A él no le importaba ya eso, quería ir al ala izquierda de la iglesia, a sentarse a reír con las sirenas; quería tragarse sus carcajadas, acostarse a su lado, ser uno con los cuadros del suelo. Quería ir y reírse con ellas de las penas del hombre hasta que le doliera el estómago.
La gente había comenzado a murmurar. Rodrigo conoce el tipo de persona que murmura cuando falla un micrófono. Son los mismos que siempre entienden tarde el chiste del irlandés y la playa, los que solo pueden hacer las tareas de matemática en hojas cuadriculadas y los que cantan el coro de las canciones para simular que las saben. Pero no es culpa de ellos, tal vez algún día puedan redimirse.
Ahora Rodrigo espera ahora el momento en que regresa el sonido. Su madre diría "Gracias a Dios", el sacerdote asomaría los ojos entre sus dedos y el hombre del teclado regresaría corriendo a su puesto para tocar el Aleluya. Le gusta cuando sucede eso. Pero no pasa nada. Y Rodrigo también comienza a ponerse nervioso. Para distraerse, mira un rato al dragón, obeso y pusilánime. Si fuera un dragón noble y gallardo no tendría miedo del micrófono rebelde, porque él lo protegería, pero quién se atiene a un dragón que huye de una flor?
Pasan los minutos y el sonido sigue sin regresar. Entonces se levanta un señor de la primera fila de la izquierda, cruza el pasillo principal, aparta a las señoras gordas y se planta frente al púlpito. Rodrigo no lo conoce, pero es un gusto verlo. Tiene todos los 7 botones de la camisa bien puestos, los cordones amarrados y una esquina del pañuelo blanco escapa de la bolsa trasera del pantalón. Todo un caballero. Hace una señal en dirección a la puerta principal y a las dos laterales y entran varios hombres vestidos en traje entero, cada uno con una pequeña pistola en la mano. Rodrigo los cuenta, en total son diecinueve y todos visten de negro con una corbata roja y camisa blanca, y la misma esquina del pañuelo blanco en el bolsillo trasero.
Uno de los hombres se acerca al micrófono, saca un pequeño aparato azul del bosillo interno del saco y lo dirige hacia la orgullosa figura negra. El micrófono, vencido, cede. Vuelve a la formación el hombre del aparato y el primer sujeto toma la palabra. Rodrigo nota que tiene los ojos grises y tristes, como su dragón, pero tiene una actitud mucho más segura.
-Damas y caballeros, no hay de qué alarmarse. Esto es un asalto, pero somos profesionales y nadie saldrá herido. Tan solo depositen sus objetos de valor en los contenedores que estos señores pasarán y todo saldrá bien. Muchas Gracias.
El ala izquierda le fue asignada a un hombre con el cabello negro, corto y lacio y unos anteojos de borde dorado. Al señor de la segunda banca, el hombre lo dejó sacar unos papeles de su pensión de la billetera. Cuando pasó por la banca de Rodrigo, sonrió y les solicitó todos sus objetos de valor. La madre de Rodrigo entregó todos sus anillos, su cadena de oro puro y su billetera (en aquellos buenos tiempo cuando aun no habian telefonos celulares para poder robarse), pero miró con todo el desdén posible al hombre que la robaba. "Solo hago mi trabajo, señora", le dijo él con una sonrisa en la cara. Rodrigo no sonrió al entregar su nuevo reloj digital, negro y reluciente, que se había comprado el martes con los ahorros de los últimos siete meses.
Todo el proceso fue rápido (Rodrigo notó que ya no habían murmullos en las filas de atrás del lado derecho). Los diecinueve hombres regresaron junto a su líder, frente al altar, tan cerca de Rodrigo podría verles las pupilas brillando y las sonrisas impecables si no tuviera los ojos empañados por el llanto. El hombre del púlpito se despidió con unas cordiales palabras y recomendó no seguirlos, porque dijo que no querían herir a nadie. Hablaba con tal gracia que nadie pensó en hacer algo diferente a lo que decía.
Salieron todos por las puertas laterales, y el último hombre de cada puerta dejó un clavel en el portal. La iglesia entera contuvo el aire y no se oyó nada en todo el templo. Lentamente, el anciano sacerdote se levantó de su silla tras el altar (a él también le habían robado billetera y su collar de oro) y se encaminó hacia el púlpito. Cada paso suyo aumentaba la ansiedad de los feligreses, que ya empezaban a murmurar sin disimulo. Rodrigo oía a todos opinar de lo que diría en sacerdote, si condenaría el ataque y llamaría a perseguir a los ladrones (aunque él pensaba que sonaba muy fuerte esa palabra para un golpe tan elegante) o si exhortaría a mantener la calma y poner la otra mejilla.
Para el momento en que el sacerdote finalmente llegó al micrófono, toda la iglesia se había deslizado hasta el borde de sus asientos y Rodrigo llegó a pensar que hasta el dragón y la flor lo miraban para oír lo que diría. Pero en un último acto de rebeldía humillada, el micrófono se resistió a reproducir sus palabras y aunque el anciano trató en repetidas ocasiones, nada se oyó.
Nada logró el suspiro resignado del hombre del teclado desde su puesto ni los brinquitos inquietos de la madre de Rodrigo. La iglesia entera se quedó paralizada por el fiasco, hasta el mismo sacerdote miró desconcertado alrededor, buscando ayuda, y a Rodrigo dejó de parecerle gracioso que el micrófono no funcionara.
Por eso, cuando escuchó la carcajada grotesca de las sirenas romper el silencio desde el otro lado de la iglesia, Rodrigo hizo un juramente secreto de jamás volver a acercarse a ese maldito pasillo del ala izquierda.

2 comentarios:

CATA dijo...

Me gustó tanto porque yo también le buscaba figuras a las cerámicas cuadradas de las iglesias...
Cuando empecé a leer lo del asalto me imaginé lo desagradable que hubiera sido estar ahi y que me robaran a Bobby asi... Pero vos me contestaste diciendome que en ese tiempo no habían celulares que robarse.
Muy muy bueno Diego, te felicito =)

Ana I. dijo...

Bendita desfachatez, que nos salva a nosotros y al que ve dragones en ritos de incienso jaja. Muy buena negro, que aprendamos todos a hacer arte como este de lo cotidiano.