Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

domingo, 15 de marzo de 2009

Los Ciudadanos de Oro

"Old man take a look at my life
Im a lot like you
I need someone to love me
the whole day through
Ah, one look in my eyes
and you can tell thats true."
Neil Young

Pasados los sesenta y siete regresó al barrio. Con una calva reluciente en la coronilla y unas canas empotradas a media sien. Seguía igual la callecilla, un par de casuchas nuevas, pero la misma idea.

El barrio empezaba oficialmente en la pulpería de los Bolaño. Aunque no había ninguna línea, ni una barrera o un guarda que controlara el paso (en aquella época la seguridad era empleo para poquita gente), ese era la frontera. A media cuadra, pero era. Y ahí defendieron el barrio mil y una veces, muchachillos de once y doce, resorteras con piedras y alguno que otro palo de madera. Llegaban todos. Grandes y enanos, altos y bajos, ricos y pobres, todos codiciando los jocotes del parque. Rojos, casi estallando, amarillos con caras de pubertos o verdes para echarle limón, los jocotes de su parque eran codicia de cada güila que transitaba seis o siete cuadras a la redonda. Y que rico sangrar defendiendo lo de uno.

Encendió un cigarro, apoyado en la pared de la pulpería. La había comprado un chino y estaba llena de chucherías. Comenzó a desandar el barrio. Era una calle larga, a la mitad un cruce de calles y al fondo un callejón sin salida. De la pulpería siguió hacia la encrucijada, pasó por varios de sus trincheras de campaña, de los tiempos de morteros y pedradas. Chupó el cigarro. Ahí vivía Lolita, tan linda la negra. Las trencitas a media asta y un culito que apenas afloraba. También sangraba por Lolita, porque a los quince ya las luchas no eran a pedradas por los jocotes, sino puñetazo limpio al final de las fiestecitas que se hacían con el guaro que conseguían, y Vení dame con un puño de esos maricón, No te metás con mi novia, me oís? Las broncas enormes y gloriosas, la ceja sangrando sobre la camisa recién lavada, Lolita llorando sin saber a quien ayudar y al final encerrada en su cuarto el resto de la noche.

Otra chupada al cigarro. Fue con el hijueputa de Figueroa. Una noche se les fueron de las manos los golpes que iban y venían y acabaron los dos en la perrera, con un policía riendose de sus caras deformadas y la muchachada que perseguía el carro mientras una vieja bien brava los echaba del patio de la casa. Figueroa me robó a Lolita, enero del setenta y ocho, claro. Ya era una muchachita más sabrosa, con una sonrisa que alumbraba cuartos y diecisiete años de pura belleza. Pero los de afuera seguían llegando, unas guitarras a las once de la noche en la casa de Lolita o de Sandra, a la que le tenía ganas Alberto o una botella de vodka que llegaba como bajada del cielo, pero en medio cumpleaños de la negra. Y el cabrón llevándose la gloria, pavonéandose con su botella y los ojos de las muchachas que se caían por sus patillas agringadas y la hebilla de su faja. A veces la Lolita me daba un beso a mí, otras veces se lo ganaba él y la verdad ninguno de los dos tuvo nunca nada seguro. Nos tenía bailados la negra.

Ese Figueroa si lo veía me daban ganas de matarlo. Míticos los partidos en la plazoleta dos cuadras al norte. Eso era casi territorio de ellos, pero lo cedían domingo cada quince para retar al barrio a una mejenga brutal, con patalla a la espinilla y jalonazo de camisa incluidos. Y él de portero y yo goleador. Los goles que le hice y los que me negó, bonito celebrarle en la cara, No sos nadie, Para más mi abuela en silla de ruedas, Sos más malo que pegarle a la mama. Y los bailes frente a la barra, ahí sí que gritaba Lolita cuando anotaba, era todo eso del orgullo del barrio y apoyar a los chicos, porque aunque ya estábamos todos trabajando (un par de sapos en la universidad) todavía sacábamos el rato para volver a ser el barrio y dejar la sangre tirada, ahora en la gramilla y el polvo de aquella plazoleta abandonada. ¿Qué se habrá hecho Figueroa?

Pasó el cruce de calles y llegó a la que fue su casa, allá hace más de treinta y pico de años. El patiecito donde Lolita le regaló más de un beso, las veces que llegó tambaleandose entre borracho y sangrante, los juegos de rayuela cuando todos tenían ocho años y la vida era bella, comprar helados donde los Bolaño, llegar a comerlos en el caño de la casa. Siguió un poco y el parque, el jocote que habían cortado hace muchos años porque apenas asomaba parte del tronco. La última guerra por el jocote fue por ahí del setenta y tres, apenas lograron mantener la última defensa alrededor del parque pero resistieron hasta pasadas las ocho de la noche con piedras que encontraban tiradas entre el zacate. A media retirada, el cabrón de Bolaño le tiró una pedrada a la ventana de su cuarto y él pasó dos semanas con el viento colándose entre las rejas y el vidrio quebrado, porque su papá se negó a pagar más por sus jueguitos de guerrillero y tuvo que esperar a que el abuelo le comprara un vidrio nuevo.

Lástima que de los muchachos a ninguno he visto. Alberto se tuvo que ir a los diecinueve, los tatas lo echaron de la casa porque se jaló un tortón con un negocio raro y le dijeron que cantara viajera, pero todavía llegaba a sudar la camisa verde domingo cada quince. Los Jiménez se fueron en el ochenta y dos, los papás se pasaron a un barriecito nuevo, allá por el sur y ellos buscaron su apartamento lejos de los tatas. Así todos se fueron llendo. Lolita se fue después que yo, un par de años después, la topé hace como veinte años, toda casada y con una marimba de hijos, un esposo que no aprendió ni a cocinar arroz y una casa enorme con un jardín lleno de flores y una rejita blanca. Acabó feliz la negra. Lo jodido ha sido enterrar a un par de los quince del barrio, accidente de tránsito y tumor de los bravos, medio hígado y cuelgue los tenis.

Se sentó en una de las hamacas del parque, fumó el cigarro con ganas y miró al barrio. Tiró la colilla. De pronto sintió unas manos que lo agarraban por detrás y vio pasar unas muchachas con batas blancas.

-Gracias por llamar, llevaba dos días perdido.
-No se preocupe, a la orden.
-Les quedó bonito el mall.
-Muchas gracias, vuelva cuando quiera.

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