Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

jueves, 8 de mayo de 2008

Capítulo Tercero: La mamá

Yo creo que no es justo para los niños. Camilita no sufre tanto, porque desde el lunes se la ha pasado en la casa, pero para Felipe esta calle olvidada es el mundo. A veces entraba corriendo a la casa para decirme que pasó un oficial en su motocicleta, o para contarme que la maestra se cortó el pelo y se veía más linda. Sería bonito ser como él. Un humilde universo de cien metros de largo: dos árboles que florean, seis sabores de helados, una sola escuelita y siete bicicletas como únicos personajes de este cuento de hadas.

Los domingos, después de misa, allá iban los nueve chiquillos y las docenas de trompos a competir a muerte en la acera de la tienda, para luego regresar abrazados cuando el día decidía terminarse. El domingo pasado volvió con su orgullo hinchado por ser el invicto de los últimos meses. Ahora todo lo que puede hacer es tirar el trompo una y otra vez en el corredor.

Yo lo miro y lo miro tirarlo, y ni se cansa él de hacerlo bailar ni yo de verlo jugar. La salita es un buen lugar en la casa; tiene una buena iluminación, se puede ver todo el pasillo y los sillones son cómodos. Es un sitio ideal para sentarse a existir y sentir el mundo que existe paralelo a uno. Lo único que lo jode son los cuadros: docenas de caras de tantos tíos y abuelos que lo ven a uno como quejándose, como queriendo culparla a uno.

Pero uno aprende a vivir con todo, porque ya no queda de otra y a los cuarenta años no se pueden devolver muchas cosas. Allá cuando era joven y guapa sí pudo haber sido diferente. ¿Habría nacido el niño? ¿Le hubieran apasionado los trompos? Yo nunca vi a Carlo tirar un trompo. Lo más que hacía era hablarme suavecito al oído, dejando cada palabra vivir para mí.

Nunca pude retratarlo. Nos pasábamos horas intentando sacarle un cuadro, pero el arte siempre se resistió. Posaba como se debía hacerlo, con gallardía y con aplomo, con la virilidad con que debía posar un hombre. Espalda recta, pelo revuelto y ojos firmes. La misma receta gloriosa durante horas, tranquilamente sentado en cualquier banco, esperando que de pronto yo me inspirara. Nada.

Fue aquí, en la salita. A mí me mandaron como apoderada de la familia para alquilar la casa y el llegó con un periódico en la mano. La sección de alquileres estaba llena de desesperados círculos rojos, la gran mayoría con una aplastante equis encima. Para mí era otro de los clientes de media mañana que no compraría la casita.

Aquél tour de siempre. Que mire que buena mesa de roble tenemos en el comedor, que toque la exquisita suavidad del azulejo del baño, que sienta la luz y el viento por las ventanas de la cocina. Todas las artimañas de siempre. Pero él se paró en la salita y me dijo con su español endiablado: “Me gusta el cerezo de afuera”. Y yo lo vi a los ojos y perdí. Si, fue aquí mismo, allá donde está esa mesita ahora.

Ya después el amor y mucho después la tristeza. Papá gritando por las calles que una hija suya no se casaría con un bueno para nada como “ese italiano borracho”. Mamá llorando en jornada continua de catorce horas, con intervalos para llorar a gritos o echarle un par de rosarios a la Virgen, para que “me despierte a esa niña”. Y yo, destrozada, corroída por la ofensiva mayor que se jugaban mis familiares, cedí.

Carlo siguió en la casa y yo no lo volví a ver. Tonteras que hace uno cuando es chiquilla. Si llegara papá a prohibirme ahora casarme con quien yo quiera lo mando para la mierda e sigo derechito al altar. Igual después conocí a Raúl, que la verdad me salió muy bueno: no toma, no fuma, es buen esposo y padre y hasta tiene el montañismo para distraerse.

El drama llegó cuando nos casamos. Éramos un par de niños todavía, ninguno ganaba suficiente para una casita propia y papá decidió que viviéramos en la casa del cerezo, para que sus nietos crecieran donde habían crecido sus hijos. Pero el problema es que había que echar a Carlo, que ya no era aquél italiano romántico que posaba durante horas esperando que me acordada de cómo pintar.

La bronca fue grande y pasamos como tres semanas viviendo en un cuartito donde papá, porque Carlo no se quería ir. Tuvimos que hablar con un amigo de la familia que era juez para que firmara unos papeles y poder echarlo a la fuerza. No hizo falta. Le notificamos un viernes que si al lunes no se había ido, llegábamos con los papeles y la policía a sacarlo. Pobre Carlo, decía yo, pobre Carlo.

El lunes llegamos y no estaba, pero se llevó la mitad del espíritu de la casa con él. El cerezo estaba desnudo. Se había tomado la molestia de arrancar cada hoja y cada flor del inocente árbol, hasta que solo quedaron las pudorosas ramas avergonzadas. Ahí Raúl me dijo que él entraba primero y le dije que bueno, porque esas cosas hacen sentirse a los hombres importantes: entrar primero a lugares misteriosos, enfrentarse a animales salvajes y subir montañas.

¡Pobre casa mía! Los azulejos de la cocina estaban todos deschapados, en el pasillo había un reguero de basura de varios días, los inodoros estaban tapados con mierda y la mesa del comedor tenía las patas cortadas y el aire tenía un olorcillo a aserrín y árboles muertos. Para cerrarla de manera magistral, Carlo había rodeado la casa con un círculo de peces muertos, alineados cabeza con cola. Cuando papá lo supo todo, quiso matarlo, pero nunca lo volvimos a ver.

Ya casi doce años de eso y Dios sabe que nos costó arrancar. Volver a poner todos los cuadros en la pared, arreglar la mesa y la cocina, regar al cerezo y cantarle para que floreciera de nuevo. La casa estuvo resentida por año y medio, oscura y con un silencio de muerte, pero después entendió que no era nuestra culpa. Y desde entonces había sido alegre, hasta el lunes pasado, que todo se cayó otra vez.

Felipito sigue jugando con el trompo y Camila algo está haciendo en su cuarto. ¿Debería llamarlos? Desde el lunes los tengo recluidos aquí conmigo a toda hora, no creo que les caiga mal un rato a solas. Son obedientes y no se quejan, pero tres días seguidos a cualquiera hartan. Mañana los llevo a comprar un helado al mediodía, porque me parte el alma verlos encerrados.

Al rato hasta a mí me cae bien. Un buen helado de chocolate chorreando levanta el ánimo de cualquiera.

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