Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

miércoles, 16 de abril de 2008

Capítulo Segundo: El Dependiente

El negocio va mal, Julieta, vamos a tener que recortar algunos gastos. Así le dije ayer, hablando tranquilo para que no se alterara, pero igual lloró como una loca el resto de la noche. Sonaba como una campana quebrada, repicando a lo lejos bajo su almohada, y no pude dormir un minuto.

La verdad no la entiendo, es como si nos hubieran contado una noticia diferente a cada uno. Claro que yo tampoco estoy feliz: ya no más estadio en los domingos ni chocolates importados, pero todavía estamos vivos y sanos. Así decía mi abuela: tristes solo al hospital y al cementerio. Pero ella llora y habla de sus cremas y sus jabones y no me hace caso cuando le digo que igual para mí siempre va a ser la más linda.

Ya no se que hacer con la tienda. El lunes me levanté y abrí las cortinas del cuarto para ver como había amanecido el jacarandá, porque siempre he creído que el día va a ser como él. Ahí estaba, el mismo de cuando chiquillos, mirándome con sus ojos tristes. Ese día le tocó a él la mala noche, seguro una lluviecita muy discreta que no pude oír, y tenía todos los pétalos viendo el suelo, como animalillos arrepentidos. Ya desde ahí supe que el día iba malo y ni el jacarandá ni los días han cambiado desde entonces.

No hay peor premonición que un jacarandá con las flores volteadas. Le comenté a doña Úrsula en la mañana y estuvo de acuerdo. Es que aunque hay veces que el verano es muy duro y el árbol se encoge como el viejo veterano de tantas primaveras que es, y queda seco y polvoriento, no es tan malo. Cierto que esos meses son terribles para el negocio y no logramos levantar cabeza, pero es que ahora es diferente.

De todas formas, a uno le toca despertarse a diario y llevar el pan a casa, no queda de otra. Hoy me arreglé y llegué a abrir las puertas de la tienda. Ya no son las mismas puertas de antes, allá cuando las abrimos hace años por primera vez, altas y orgullosas, con la capa de pintura verde todavía brillante. Ahora se quejan de las bisagras por las mañanas y pide a gritos que la pintemos. Tal vez en unos meses le haré la caridad.

Todo fue como de pronto. Hace una semana estaba todo esto lleno de niños y risas. Entre helados y trompos el mostrador se llenaba de manitas con monedas y luego era verlos salir a todos con sus caras felices. Todavía el domingo estaban en la acera, en un torneo de canicas, y cada cierto tiempo entraba alguno por un refresco de uva o un helado de fresa. ¡Ya ni helados de fresa tenemos!

Todo me cayó encima el lunes: proveedores que alegan que ya no les conviene que les vendamos su producto, clientes que nunca llegan y el funcionario de hacienda que pasó a hacer inspección. Solo sigue llegando puntual doña Úrsula, pero a ella me da mal de conciencia cobrarle por el paquete de galletas que se lleva. Después de todo lo que hizo por nosotros, lo mínimo es regalarle ese paquete que se lleva a diario.

Me preocupa que estamos a mitad de semana y desde anteayer no llega nadie a la tienda. Creo que lo que pasa es que la calle se está muriendo. ¿Podrá morirse una calle? Mi jacarandá amaneció abatido por esa pesadez colectiva que cuelga de todas partes, y el cerezo de la otra acera está jorobado y marchito. Ya ni pájaros llegan a este barrio.

Solo llegó el lunes ese constructor que estaba trabajando donde Felipito, pálido como una nube. Me pidió una cerveza, pero todavía no hemos sacado la patente de licores, entonces se conformó con un refresco de cola. Comenzó a balbucear algo de un perfume, una carta y unos muñequitos de cera. La verdad no pudo articular nada concreto, las palabras le salían de la boca pero se perdían antes de toparse entre ellas. Algo logré entenderle de una tubería.

Cliente extraño, pensé, pero cliente al fin. Se quedó balbuceando entre eructos hasta que terminó su refresco, me pagó y se fue. Me dejó la tienda más sola que antes, porque ya doña Úrsula se había ido, y no llegó nadie más hasta que cerré apenas oscureció.

Pero ayer me di cuenta que esto iba para rato. Nadie se asomó a la puerta de la tienda, como si en la calle nadie ocupara harina y huevos para cocinar, o jabón para bañarse, o helados para ser felices. Hasta el viento parece que nos olvidó, y el aire se estanca hasta volverse una masa que a veces se atora en la nariz. Solo se acuerdan de mí los inconformes proveedores y el maldito de hacienda, por eso le dije a Julieta que recortáramos presupuesto, porque esto no parece arreglarse y el jacarandá sigue descorazonado.

Y la verdad yo creo que ya no puedo hacer nada. A esta calle se la llevó la mierda. Y yo aquí sentado detrás del mostrador, esperando a Felipito que no va a llegar a comprar helado de fresa, porque ya ni tengo. El viento sigue dormido y torpe, aunque ya no se me pega en la nariz. Pensándolo bien, creo que escuché un perro ladrar hace un rato, pero pueden ser solo ilusiones mías. Ya llegué al punto que creería cualquier cosa para no creer que la calle está muerta.

Mejor me como un chocolate, aunque no sean de los suizos, y dejo de joder. Tal vez, si se arreglan las cosas, la próxima semana pueda ir al estadio.

No hay comentarios: