Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

sábado, 23 de agosto de 2008

Círculos Concéntricos

El universitario llegó al liceo y escuchó los sonidos diarios de la quietud. Suspiró resignado y antes de irse de nuevo, se lamentó para sí mismo. “Pensar que allá afuera está el mundo”. Dos chiquillas de cuarto año que iban pasando lo oyeron y no entendieron sus palabras. Aun confundidas, salieron en busca de sus amigos. Los encontraron en el tercer piso, sin más remedio para el aburrimiento que una vieja bola de hule.
Llegaron con la noticia: el universitario dijo que afuera está el mundo. Rumiaron la frase unos minutos, todavía absortos en tirar y recibir la bola de hule, hasta que el más aburrido de todos se levantó y propuso salir a buscar el mundo. Pero inmediatamente sonó la campana que acababa del primer recreo del día y todos volvieron a sus clases de matemática, biología y educación cívica, donde no tuvieron una bola de hule para entretenerse.
Ya en las aulas, la noticia los pellizcó uno por uno. Se fueron haciendo a la idea de que afuera estaba el mundo, de que esas eran paredes carceleras, que la anatomía del perro no importaba si estaban ahí engavetados y que las clases de aritmética. Uno se atrevió a volverse y pasar la noticia al compañero de atrás, que había sido el paradigma verbal, pero que logró incorporarse tras escuchar que afuera estaba el mundo.
Poco a poco se fueron agitando las aulas. Primero era un ruido seco, como cien mil hormigas chocando las antenas y agitando las patas en los pasillos del liceo. Tras la campanada que anunció el cambio de lección, se fue haciendo más notorio, aunque todavía era una multitud muda. Los más despiertos se cruzaban miradas cuando se topaban en el cambio de aulas, pero no se decía una sola palabra. Nadie hubiera notado nada. Solo unos que habían quedado olvidados en la cadena y que se actualizaban a última hora mostraban por unos segundos una cara nueva, para luego sumirse al anonimato colectivo.
Entraron los alumnos al nuevo bloque de lecciones. Pero ya no sentían ese horrible vacío cuando escuchaban al profesor hablar del relieve del continente europeo, o de las leyes de la termodinámica, porque los había iluminado el universitario y sabían que afuera estaba el mundo. Solo en la clase de literatura supieron escuchar al profesor, quien les hablaba de hermosas metáforas de romper con los esquemas, sacadas de libros de Cortázar o de Wells.
En la última fila del aula 23, una alumna redactaba a prisa un discurso para inflar los ánimos. La comunicación era la clave. Como las divisiones entre las clases eran unos tablones mal puestos, los estudiantes se mensajeaban de un lado al otro.
Corría y corría la noticia de que todos iban a ir a buscar eso que les prohibían ver. Cuando el profesor de geografía le pidió a un chiquillo pelirrojo que pasara a la pizarra a dibujar el mundo, un escalofrío sacudió al grupo entero.
Los maestros más suspicaces iban atando los cabos que nadie hubiera podido atar. Que ya el Cholo había dejado de tirar cachirulos a sus compañeros y estaba quitecito en su pupitre, escribiendo y borrando números. Que el aire tenía esa tensión ácida como el día que se robaron el examen de Inglés. Que ya no se podía escuchar las risotadas generosas de las hijas del senador Flores.
Pero el movimiento seguía incólume y cada engranaje se sucedía al siguiente sin que nadie hubiera planeado esta sucesión. Cuando faltaban diez minutos para el almuerzo, el secretario entró en la oficina del Director. “Venga, tiene que ver esto”. Salió el Director con su cara de idiota sin uniforme, se plantó en el centro del edificio y no escuchó ni vio nada. Sin necesidad de explicación, lo supo. “Mierda”.
Se desmontó el cerebro intentando abrirle una ventana a la situación. Pero sabía que ni un boquete industrial los salvaba. Comenzó a dar órdenes. Muévame esa estantería, corra a traer todo el material del gimnasio, llamen por los altoparlantes a los maestros inmediatamente, atrasen la campana del almuerzo cinco minutos. Llegó el cuerpo académico al instante, como si cada cual hubiera escuchado el mismo silencio arrastrándose.
“Señores, es hoy”. Todos se movieron incómodos en sus sillas, hasta que el coordinador de química se levantó. “Tenemos la ventaja del terreno”, Apenado, se alzó su colega de matemática. “Pero son más”. Y el silencio se apoderó del salón de profesores.
Salieron inmediatamente y se armaron a como pudieron, para no ser atropellados por el martillo que se asomaba. Lo primero fueron las trincheras alrededor del edificio de Dirección, bautizadas por el profesor de física. Del material del gimnasio se inventaron proyectiles. Después solo les quedó esperar.
La campana sonó y en cada aula se levantó un alumno, sin que nadie lo hubiera dispuesto así, para llamar al orden y la calma. Decidieron esperar diez minutos más, porque sabían que el silencio torturaría al pelotón del Director. Sonriendo, brazo con brazo, salieron después del tiempo acordado y se armaron en la planta baja.
Desde lo alto de las escaleras, varios oradores incendiaron los ánimos con sus discursos y hasta las trincheras se escuchaban el griterío. Aún a estas alturas, todavía algunos del profesorado pensaban que los colegiales se irían a sus casas tranquilos, sin rencor en sus corazones jóvenes. El Director hacía llamadas telefónicas como loco: al cura del pueblo, al despacho del ministro de educación, a la guardia nacional. Pero todos lograban esquivarlo.
De la planilla quedaron algunos rezagados, pero nadie pensó en ellos después de la campana del almuerzo. El bibliotecario se negó a dejar sus libros a merced de la furia de “charlatanes incultos e imberbes”. La administradora del comedor ponía candado al cubículo minúsculo donde guardaba el maní garapiñado, los chocolates y toda su mercadería. Pero al escuchar el estruendo buscaron refugio tras el cerco de sus compañeros.
De última habló la del aula 23. Opresores a nuestras mentes, viles carceleros del espíritu estudiantil, traidores a la verdad. El escándalo alzó vuelo y llegó hasta la casa cural, donde el párroco oraba al Padre para que asistiera a los maestros. En el Ministerio decidieron callar, no fuera a ser que todos los colegiales del país descubrieran que afuera estaba el mundo. La Guardia Nacional estaba también en su almuerzo.
La columna bajó desde el edificio de aulas y desembocó frente a la Dirección, donde los recibió una descarga de tinteros y bolas de béisbol. Los alumnos respondieron con lo que hallaron a mano y puestas las piezas sobre la mesa, ambos lados pudieron decir que era combate.
Entre los alumnos se expandió un acuerdo tácito de que hasta que no rescataran el estandarte del Liceo no podrían salir al mundo. Se batieron por más de una hora, los profesores defendiendo el edificio ante el huracanado ataque, los estudiantes enviando oleada tras oleada a quebrarse ante las trincheras.
No se discriminó entre los enemigos. El profesor de español contuvo una avanzada de los miembros del equipo de deletreo. El trombón de la banda lanzó una regla metálica que le abrió la frente a la directora musical. Hasta el profesor de literatura disparaba manojos de piedras a los estudiantes de su club de lectura.
Pasada la una treinta, la campana de salida chilló suplicante. El Director aprovechó el respiro momentáneo y solicitó diálogo con los atacantes. Se sentaron alrededor del abeto que se erguía a medio camino y soltaron cuanto tuvo dentro cada uno. La comitiva estudiantil la lideró el capitán del equipo de oratoria; los profesores le encomendaron la tarea al subdirector. Todos estaban chorreando sudor y algunos hasta sangraban, pero a nadie le importó.
Los están engañando. Sí, ustedes. No, nosotros no. Que sí, ya lo sabemos. Escúchenos. Queremos el estandarte. No podemos. Mentirosos. Muchachos, no sean insensatos. A otros con su paternalismo barato. Necios. Demagogos.
“No señor Director, no ceden”. “Dicen que no entregan el estandarte”. Los improvisados estrategas de cada lado tiraban líneas en planos torpes. La muchacha de la 23 seguía arengando los ánimos, no vaya a ser que se olvidaran que afuera estaba el mundo, aunque ninguno necesitaba realmente las palabras porque ninguno podía olvidar. Los profesores se asomaban a los ventanales quebrados y bajaban la cabeza afligidos.
Finalmente se reanudó la batalla, con más ferocidad todavía, porque todos sabían lo que se jugaba. Hasta el más duro de los profesores temía lo que pudiera pasar si el perímetro cedía y los estudiantes no estaban dispuestos a perder su dignidad ante sus carceleros. Largas horas lucharon, hasta que los colegiales decidieron que si no podían conseguir el estandarte, al menos había que evitar que siguiera cautivo.
Alguien encendió una tea bañada en confín y caminó solemne hacia la Dirección. Al mismo tiempo, sentado en el auditorio de la escuela de geología y cansado de la crudeza del mundo, con sus déspotas caprichosos y su nítida censura, el universitario recordó con melancolía la placidez de sus días de colegial. “Que lindo sería volver al Liceo”.

1 comentario:

Ching dijo...

mae Diego voy a decir algunas cosas que me gustaron y otras que no de este cuento

Siento que este no es su mejor cuento mae, la prosa al principio es una tentativa rima (x lo menos asi lo sentí yo) y no me gusta mucho el ritmo de los primeros párrafos (si se puede decir asi.

Por otro lado el tema está gracioso, bastante interesante xq uno en el colegio siempre siente esa necesidad de ''salir al mundo'' pero en la universidad se da cuenta de que los años de colegio son hermosos. entonces siento que el mensaje esta bueno, pero si siento que ud ha escrito varas muchísimo mejores.

no se porqué pero siento que algo le falta mae... pero no está mal