Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

martes, 21 de julio de 2009

Ojos de mujer, mujer de ojos

Estás sentado en un caño de Iquique, pero bien podrías estar bañándote en un hotel inglés o eligiendo entre dos lomitos en una carnicería de pueblo. Pero hoy estás en Iquique. Tres niños juegan canicas en la acera de enfrente, sombreados por un generoso laurel de las indias. Decidís entrar al café de la esquina.

La mesera es una gordita tímida y señalará el menú con el lapicero, como invitándote. Vos la mirás a los ojos, siempre lo hacés para hablar, y le decís: "Café negro, sin azúcar, por favor. Y dos tostadas con jalea." Tal vez ella te entiende, garabatea en la libreta y se aleja. Mirás por la ventana a los chiquillos de las canicas.

El café te huele a avellanas y cacao, aunque nunca has olido una sola avellana. La gordita vuelve con una taza amarillenta y las dos tostadas. Sonríe con suprema discreción y se retira. Tu plato te resulta agradable, en particular la jalea que corona la humilde merienda.

Comés en silencio, echás otra mirada minuciosa a la partida de canicas que casi acaba y limpiás las boronas con la punta del dedo índice. Todos los días terminan iguales, café al final de la tarde y vas para tu casa a sentarte frente al tele. A veces parás de camino a ver el atardecer, que por ahí de agosto se ponen muy lindos.

Pasás a pagar y la cajera, manos suaves y planas, te recibe el monedero. Entonces la ves a los ojos, para decirle "Gracias, deje el vuelto para la mesera", pero no podés. Los ojos, son los ojos, los ojos. Es presenciar dos amaneceres en desbandada. Ella tal vez te nota, tuerce los labios agradecida y baja la mirada. No pasa de los veinte, contra tus treinta y tantos. Una o varias arañas muy peludas te recorren la silueta del hígado y llegan hasta el estómago. Otra vez buscás sus ojos, sos un caballero, y le decís: "Gracias" sin más rodeos.

Ahora salís del café, la mirás una última vez por la ventana. La acera se ofrece, larga, para caminarla con las manos en los bolsillos. Bajás la avenida lentamente, un niño corre con una gran bolsa de canicas de todos colores. Pasan los carros a tu lado y terminás por inercia frente a tu casa. Subís a tu cuarto y abrís la gaveta donde están todos los poemas de los últimos veintitrés años, apilados en un montón. La madrugada se pasa en leer y releer cada verso hasta encontarlo.

La mañana es un chapuzón ligero y dos nuevas tostadas, ahora con mantequilla de tu refrigerador. Los ruidos característicos de los jueves se suceden tras tu ventana. Salís de la casa sin paraguas, con una chaqueta liviana y un poema doblado en cuatro en la mano, un caso lindísimo y utópico que escribiste cuando apenas descubrías la poesía.

Trabajás eficiente en la oficina, sabés que podés sacar el trabajo en siete horas y tener tiempo para vos. Durante el día pensás el poema. Cuatro o cinco veces lo extendés sobre el escritorio, nervioso porque las comas y los puntos pueden aguarlo. Tomás un lapicero, tentado a tachar una línea, pero lo dejás así, veinte años después nada puede hacerse por el pomea, atacás la pila enorme de expedientes por procesar y estás afuera hora y media antes.

En el café te sentás en la misma mesa y la misma gordita tímida llega a señalar el menú con el lapicero. Pareciera un déjà vu. Pedís el café y las dos tostadas, siempre mirando los ojitos redondísimos y a media asta. Afuera, siguen los chiquillos traveseando las canicas, frente al caño que hoy no ocupaste.

Tirás el poema sobre la mesa, de punta a punta. Lo releés dos veces, con las manos sosteniéndote la cara. Entonces ella se acerca, ojos de mujer, mujer de ojos, y toma asiento frente a vos. Te mira a los ojos, como vos cuando le hablás a la gente, y recita cada verso del poema que vos ya habías guardado en el bolsillo, el poema que apareció una noche lluviosa y quedó confinado a la gaveta oscura, el poema que nadie conoce sino vos.

Llega la gordita con el café y el plato con las tostadas. Ella te sigue mirando con su cara de estrofa de siete versos y más allá de esos ojos entendés. Los niños siguen jugando canicas, la gordita baila entre las mesas y el olor a avellanas se multiplica. Le ofrecés una tostada, pero te dice que ella nunca come. Claro. Con la mano temblorosa tomás un trago largo de café.

Ella te toma de las manos, arquea las comisuras de los ojos y te dice: "Gracias por no cambiarme esta tarde en la oficina".

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