Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

lunes, 13 de diciembre de 2010

Diario de Sorpresas, primera entrada

En los albores de la Batalla del cerro Dhogial, el coronel esperaba una carta del Hospital de Lenney con tanta angustia que los zancudos no lo picaron durante dos noches seguidas. Los oficiales mantuvieron vigilia frente a la puerta, horrorizados ante la idea de que no recibiera noticias, buenas o malas.

Media hora antes del inicio pactado con las fuerzas enemigas y convencido que jamás llegaría el mensajero, el coronel llamó a su secretario personal y solicitó una botella enorme de tinta, dos plumas de la mejor calidad y el primer papel que se encontrara. A su teniente más tenaz le encomendó la preparación para la batalla y al mejor capitán un plan para el escape, escupió veneno ensalivado en la entrada de su carpa y se encerró a escribir.

Tituló la primera página del manojo hediondo que le entregó su secretario con la fecha del día y empezó un diario de sorpresas. En una de sus traveseadas de niño por las ruinas de la Casa Martha, había encontrado un grupo de hojas encuadernadas de manera tosca y en cada hoja encontró una sorpresa que había recibido su autor durante cuatro años, siete meses y trece días, con la confesión de un suicidio totalmente previsible en la última entrada.

El coronel empezó su diario de sorpresas con el vacío interno que le dejaba el mensaje extraviado, el mensajero devorado por lagartos, el mensajero seducido en un pueblo de camino, el mensajero durmiendo en su casa pues nunca lo enviaron a ningún trabajo. Más allá de explicar su amargura, de roerse los tendones del torso, se limitó a documentar de manera detallada la sorpresa del momento.

Afuera, diez mil estandartes con los viejos escudos de la República se preparaban para la primera gran batalla que esos llanos olvidados habían visto desde que galoparon imperiales los primeros libertadores, con la minúscula acentuadísima. Hacia ellos avanzarían en veintiséis minutos, hora del coronel, hombres en tres veces su número.

Con su letra casi ilegible, el coronel se explicó su pesar por la muerte de tanta alma cristiana, por la maldita suerte que tendría el Cerro Doghial a partir de entonces, pero ante todo, escribió con rabia el alivio que sentía por conocer el desenlace. Con la mano en el pecho, horrorizado, narró a un lector anónimo la sorpresa de no inmutarse tras conocer la fatal suerte que le esperaba en el campo de batalla en veintiún minutos.

Escribió el coronel los detalles de su muerte, la caída de los doce bravos de su guardia personal, la espada de empuñadura azul que zanjaba dos o tres hombreras y luego la estocada certera, los dos metros desde la cruz de su caballo hasta el barro engrasado con sangre y los ojos en blanco. Daba una nueva explicación de la sorpresa que produce el conocimiento del final cuando entró el comandante primero, con la carta en la mano y los ojos expectantes.

Leyó el coronel la hoja amarillenta y supo que sí llegaría el batallón oriental por la retaguardia del enemigo con 15 mil espadas afiladas y el teniente coronel al mando, tras recibir alta en Lenney.

Conocedor de su rabia plana, su muerte, el otro universo paralelísimo y casi idéntico, las caras de agonía de todos sus hombres y las sombras que iban a trazar los cuerpos despedazados de sus doce valientes y ante todo, desprovisto de toda sorpresa ante cualquier cosa que fuera a pasar, el coronel sólo deseó con una solidaridad inexplicable que el general de la otra acera pudiera escribir su propio diario de sorpresas, antes que lo amaneciera por estribor el teniente coronel.

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