Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

sábado, 7 de septiembre de 2013

La vendetta en La Sabana / Costa Rica 3-1 Estados Unidos

Puede que los tipos diez filas abajo estén cantando American Pie o La Patriótica que no me enteraría. Este estadio ensordece. Desde lo alto de sombra oeste fue imposible escuchar la alineación costarricense; de la norteamericana solo se escucharon los "peeerrras" rítmicos que la gradería, calculando, confiaba en que calzara con el final de cada nombre. Pero la verdad no estamos seguros.

¿Quién dijo que necesitábamos el Saprissa para hacer bulla?

Los gringos de azul, la Sele de rojo, los aficionados -casi, casi todos- de rojo o blanco. En todo el Estadio Nacional solo desentonan los cuatro árbitros -de amarillo- y el cordón de policías con jacket verde perico que protege a la "hinchada" made-in-USA, allá en platea sur.

Detengo mi reloj en 8:00 p. m. y espero al referi central. El tiempo ajustándose al futbol. Suena el silbato, acciono el botón, se mueven las manecillas y el estadio ruge como si el árbitro hubiera marcado un gol local.

Al minuto 1 casi casi empezamos el conteo, pero el portero gringo la rechaza. Luego un córner, una o varias cabezas que saltan y la bola en las redes. Así de fácil. "¿Quién lo hizo?", preguntan a mi lado. No sé y no me importa.

Johnny Acosta despeja las dudas acerca de su titularidad con el primer gol, que de paso evidenció una realidad: a los gringos no les daba miedo el Saprissa, les da miedo la afición tica.

Los pupilos de Klinsmann no pudieron con la presión y regalaban bolas, erraban con la salida y no hallaron un solo pase correcto en los primeros quince minutos. Al 9'' Celso les metió el dedo en la herida -como el incrédulo Tomás, como convenciéndose de que estábamos jugando mejor- y otro cabezazo dejó la bola al fondo del arco.

La marca empieza en la línea de cuatro que hacen Bryan, Celso, Yelstin y Bolaños. Aunque son claramente dos ofensivos y dos defensivos, Pinto mandó a todos a correr por igual. Campbell queda arriba a pelear las bolas y esos cinco hombres, junto con los laterales Oviedo y Gamboa, se mueven mecánicamente para defender y atacar por igual. No es un planteamiento defensivo, es un cuadro ordenado. La consigna no es quitar la bola a Donovan y Cía cuando ellos pasen su medio campo, es que los gringos jamás lleguen ahí.

Pinto, por cierto, está en el vértice del rectángulo reservado para el cuerpo técnico, a punto Klinsman no se ve: podría estar viendo el partido desde Denver que todavía no nos habríamos dado cuenta.

El primer tiempo transcurre en control nuestro. La defensa rechaza -solidísima- cada avance contrario, Bryan recibe un masaje de urgencia al 20'' y dos faltas dentro del área a Cristian Bolaños se traducen en ningún penal y en una amarilla para él.

Hasta el 41'', cuando Keylor salió a podar las piernas de un atacante gringo, éramos los dueños del partido y la hexagonal. Pero el rérefi pitó penal para los visitantes y todos los jugadores se agolpan alrededor del marco norte.

Tengo mi libreta abierta, como si aquí estuviera la repetición y pudiera verla para convencerme que fue o no penal. Es en vano. Solo queda confiar en Keylor y el espíritu de Porritas. A mi alrededor están de pie. El gringo tira y por un microsegundo parece que Keylor la detiene. Gol de Estados Unidos.

El mugido del estadio fue rarísimo: casi una celebración y después silencio como no lo hubo en dos horas, a excepción de las primeras notas del Himno Nacional. Nos fuimos al descanso con el ánimo desinflado, pero quedaba la impresión de un cuadro sólido, compacto, que mereció más de un 2-1.

Los primeros minutos del segundo tiempo alargaron la angustia y la Sele dejó de presionar cada balón, de salir jugando desde la zaga. Cristian Bolaños y los laterales Oviedo y Gamboa empezaron a verse cansados o tal vez Pinto les dijo, al medio tiempo, que bajaran el ritmo. De un modo u otro, el síntoma es claro: la Sele perdió intensidad. Klinsmann, además, acomodó a sus jugadores y replanteó el partido.

Al 57'' se la pintan a Yelstin y revienta el palo derecho de Keylor. Parece como si la Fedefut le cobrara a Pinto por cada boleta de cambio que usa.

A esta altura del partido, llegando ya al minuto 70, corre más el cuarto árbitro que Cristian Bolaños y solo Yelstin mantiene la obsesión canina de querer tener, siempre, en todo lugar, la bola. Pero el profe considera que es la pieza sacrificable para rearmar su idea y al 73'' sale Tejeda y entra José Miguel Cubero.

Alguien dice que ya acabó el partido en México. Honduras repitió el Aztecazo, venció a los locales 2-1 y agravó la crisis del futbol mexicano, con más palabras que goles. Eso nos sirve solo si ganamos acá, pero echamos aguas.

El cambio no parece hacer demasiado y yo escribo en mi libreta que el equipo tiene la flexibilidad de una cuadrilla del Conavi cuando Cubero mete un pelotazo á la Sagrada Familia y el negrito, quien había aparecido antes varias veces en fuera de juego, empieza a correr casi  desde la media cancha. Campbell se pone los tacos del Cachorro Ledezma para ganarle en velocidad y en cuerpo a dos defensores gringos que corren como resignados, como quienes se saben lo que viene, y luego le pide prestados los botines a Chope para definir.

Este estadio se va a caer.

Luego es aguantar ese 3-1 y cuidado y le metemos otro. Al 79'' sale Bryan por Sabo; al 85'' se sienta Bolaños y entra el Chiqui. Alguien en sombra oeste se acordó que uno grita Olé cuando va ganando y por medio minuto la gradería se le une. Oleee, oooleeee...

Quedan apenas unos pocos sustos. La defensa decide jugar el fuera de juego en un tiro libre y sale Keylor, espartano, contra seis tipos de azul que poblaban el área. Boxea a uno, manotea el balón y termina tendido en el suelo. Son menos de cinco minutos en el reloj.

Una aficionada gringa, que lleva ratos atrayendo miradas esta sombra oeste, se levanta de su silla y camina hacia la salida sacándonos el dedo. Nadie de rojo se mueve, gritan un poco, pero ya ella no importa. Los gringos, que llevan 12 partidos ganados al hilo, no lograron tomar este estadio.

Campbell y Sabo ensayan un una última jugada de peligro, el equipo deja el último aliento y, después, el réferi pita y con 14 puntos somos líderes de la hexagonal.

El partido termina y nadie empieza a bajar las gradas para irse. Estamos aquí, de pie, grabándonos esto. En el campo de juego, los jugadores se reúnen en el círculo centrar a celebrar. Unas adolescentes, de espaldas a la cancha, sonríen y se toman una foto.

jueves, 27 de junio de 2013

El festival del verano belga

"Put a wetsuit on, come on, come on
Grow your hair out long, come on, come
Put a t-shirt on
Do me wrong, do me wrong, do me wrong"
The Vaccines

Hace un año estaba a pocos días de ver mi grupo favorito de entonces tocar mi canción favorita de su repertorio; pero eso fue después. Al principio el asunto era que tocaba Blink-182 y, para nosotros, los que tuvimos ocho o diez a finales de los noventas, la única manera de explicar esos años siempre va a ser un disco con una enfermera en la portada. Después me enteré que eran también venían otras bandas: Pearl Jam y los Chili Peppers, que ya había visto en Costa Rica, Mumford & Sons, Jack White y ahí, grupos que conocía de oídas o de una canción. Beirut que tanto había sido para ella y para mí en el 2010. Hasta que una noche, ya cuando había comprado la entrada, los organizadores del festival actualizaron la lista en su sitio web y anunciaron que tocaba también The Vaccines y se me hizo. No son una banda que pueda llamarse genial (su primer disco se llama, apropiadamente, "What do you expect from the Vaccines?"), pero en ese momento me llegaba muchísimo. Estaba medio solo en un país donde toda la gente que eran mis amigos habían sido perfectos desconocidos dos semanas antes y las letras y la música de estos maes tenía sentido. Era honesta, qué se yo. Si me pongo a pensarlo, no sé por qué era tanto el ride con ellos, pero no siento que sea mi culpa. Ojo la trama: "If it's up and after you / What do you suppose that you would do? / You're all whacked out from lack of sleep /You blame it on the friends you keep / You want to do things differently / And do them independently / We all got old at breakneck speed / Slow it down, go easy on me / Go easy on me". Esas eran las letras que tenían; algo de road trip band y otro poco de coming of age band y yo que sentía que Ámsterdam me daba un poco de la dos.

Entonces, el festival. Los planes para comprar las entradas los habíamos hecho con meses de anticipación, desde febrero o marzo. Varios de mis amigos dijeron: no viejito, ("no, dude"), vamos a usar esa plata para viajar por este continente lindo y caro y no para un festival y al final terminé comprando la entrada, que costaba un platal, en una noche medio impulsiva cuando dos amigas dijeron que iban. Ya hay grupo y solo falta la tienda de campaña, y el sleeping (que ese lo compré después en una tienda de aventura, 29 euros y buena calidad). Un día llegaron por correo los boletos oficiales y se armó. Rock Werchter 2012 por la pista. Sí, el nombre era endiablado y todavía no puedo pronunciarlo como la gente. 

El día del festival recuerdo que salimos muy temprano de Ámsterdam porque alrededor de las 2:00 p.m. empezaban a tocar las primeras bandas. El viaje en total iba a tarde como 5-6 horas. Me bañé bien bien, extra conciencia y jabón, porque no sabíamos que tanta agua íbamos a ver en tres noches y cuatro días. Al final resultó que nada. El plan del día: bus desde Amstelstation hacia Bruselas con Eurolines, bendición del viajero joven que tiene más tiempo que dinero; de ahí, el combiticker del festival nos daba derecho a un tren hacia Leuven; y, una vez en ese pueblo, tomar un busito que nos llevaba hasta el festival. Entonces Rock Werchter por la pista, de verdad, porque las autopistas holandesas parecen hechas para mover ejércitos. Son enormes, largas, anchas, planas e impecables. Dato curioso: como medida de austeridad para paliar la crisis económica el gobierno decidió, ojo, cancelar la iluminación pública de las autopistas durante unas horas de la madrugada. Mientras otros países cortaban educación, ciencia y salud, Holanda puede darse el lujo de solo cortar la luz de unas calles casi sin tráfico.

Todos los viajeros en el bus íbamos en la misma nota. Rock Werchter por la pista he dicho, con Virginia, la californiana que había conseguido una tienda de campaña prestada y Kathryn y Natalie, canadienses. Ese era mi cuarteto del terror, aunque el resto del bus también cargaba bollos de pan, abrelatas, cosillas útiles para acampar tres noches en el verano belga. A alguien le empecé a explicar entonces lo del plan bus-a-Bruselas-tren-a-Leuven que podíamos aplicar con el Combiticket. Creo que no me creyó, o algo, porque entonces busqué el boleto para cerrarle la jeta con la prueba irrefutable y claro, el tiquete no estaba. Piense, Diego, piense. Di, pura vida, nunca lo saqué del forrito negro donde lo tenía escondido en el clóset de mi cuarto, segunda repisa de arriba hacia abajo, a la izquierda de las camisas y debajo de la cobija para visitas. Allá en Ámsterdam, a media hora de distancia. Y el chofer manejando tan alegre hacia Bélgica.

ALGUIEN QUE FUCKIN PARE EL BUS.

No sé que grité, pero tiene que haber sido algo así. Lo que me da risa ahora es lo que deben haber pensado los otros pasajeros que vieron un latino mal rasurado hacerse paso hasta el chofer. Yo le dije algo de una emergencia, que cuándo era la próxima parada. "Bruselas", dice el tipo, tan calmado. Y yo, que no, que no. Que es una emergencia, un amigo o un familiar (ya no sé ni qué dije) pero me tengo que bajar ya, ahora, hace dos minutos, ayer ayer ayer. Entre mi inglés impaciente me entendió, entre líneas, que estaba dispuesto a ponerle freno de mano al bus si se me ponía espeso y paró en una gasolinera. Me bajé del bus, cogí el maletín y chao bus-que-va-al-festival-sin-mí. Bueno, me bajé. ¿Y ahora?

Lo más feo es que no me acuerdo del nombre de él. Debo tenerlo apuntado en una libretita negra donde llevo notas de mis viajes, después lo busco. Él era un holandés que jugaba hockey sobre hielo con un equipo de aficionados y aceptó llevarme como hitch-hiker en su carro hasta Utrecht, la cuarta ciudad más grande del país,que estaba ahí cerquita. En el camino me contó que manejaba una empresa de equipo para personas con discapacidad, pero aparatos muy puntuales y de punta, que no es lo mismo. Cuando me bajé, en la pura estación de trenes de Utrecht, me regaló un folleto de su empresa. Lo perdí, también.

Subir hacia la estación, el primer tren para Ámsterdam, 22 minutos en el vagón amarillo con azul del servicio Intercity, ningún cobrador que pasara por tiquetes (gracias Cristo), la Centraal Station de la capital, comprar de una vez el primer tren que saliera para Bruselas, tomar el metro porque ni a palos me voy corriendo (nunca usaba el metro, pero ese día si), salir en Waterlooplein, subir corriendo los tres pisos hasta Weesperstraat 11F  y encontrar el cuarto caliente por el sol que entraba a través de la ventana cerrada pero con cortinas abiertas. El tiquete estaba a salvo en su escondite. Lo mínimo.

Otra vez el metro (todo esto con mi bulto de acampar), esperar en la estación, perder algo de plata intentando conectarme -sin éxito- al Wifi, encontrar el tren que era y cabecear mucho de camino porque había madrugado y eso no es de Dios. Cruzar todo Holanda, pasar por varios pueblitos y ciudades, sin saber cuál es Bruselas y llegar, finalmente, a una estación grande, iluminada, con toques modernísimos de vidrios y aceros y salir del vagón del tren, medio dormido, a buscar el tren que nos lleva a Leuven porque ya ya empieza el festival. No, muchacho, esto es Antwerpen, la que en castellano le dicen Amberes, aunque eso es en realidad un bar en Flamingo para ir a fin de año, ¿no? Gracias. El lado bueno: la estación de trenes de Antwerpen es de las más lindas que vi. Una hamburguesa rápida en Mac (por el wifi) y seguir el camino hacia la capital belga en el primer tren que encontré.

Finalmente, en Bruselas, de una vez el tren a Leuven, otra vez con el mood festival, las camisas sin mangas, anteojos de sol, sandalias y bolsas con cervezas. En el pueblito estaba el bus que nos llevaría a la ciudad, pero yo primero busqué un minisúper para comprarme unas frías para el camino y para cuando llegara. El bus lo abordé con el mismo tiquete y en menos de media hora estaba ya en el lugar. Entonces fue llamar a las chicas y descubrir que ya habían armado y alistado la tienda de campaña, presentar mi tiquete (otro, eso sí) que me daba derecho a acampar ahí y conocer a Amanda y James, una pareja de canadienses buenísima gente que pusieron su tienda al lado de la nuestra y se fueron de festival con nosotros. Estoy seguro que una noche que tenía insomnio los escuché teniendo sexo en la tienda de al lado pero, hey, es un festival en el verano belga. Todo bien.

Bueno, evaluación de los daños. Perdí más euros de los que quiero saber, unas cuatro o cinco horas más que los demás y la presentación del Bombay Bicyle Club, pero tenía cervezas frías y podía dejar mi bulto en un lugar seguro. No, no había candado, pero la gente en esos lugares no roba. Ya después tendremos, si quieren, la discusión del por qué no pasa, por ahora el protocolo dicta, necesariamente, que yo abra una Jupiler que amenazaba con calentarse, brindar y que me ponga la bandera de tiquicia al hombro (si le parece muy polo en este punto, puede dejar de leer, no me enojo). Natalie, creo que fue, me dijo entonces que tenía el ojo rojísimo. Alguien me pasó un espejo y sí, tenía la vara como ensangrentada, como si se me hubiera roto un vaso capilar en la parte blanca, que fijo tiene un nombre. Todavía, un año después, no entiendo qué fue lo que pasó. En la mañana estaba bien y por la tarde tengo solo un ojo rojo. No, no es el efecto Ámsterdam. Mi tesis es el estrés de haber casi-perdido-el-tiquete, que pocas veces había sentido tan fuerte. Ya pasó, no importa y devolví el espejo, muchas gracias, ¿qué falta, otra birra?

"We should go, guys. Blink is about to start in an hour or so".

Y sí, la entrada de la parte de las tarimas queda como a diez minutos a pata, entonces toca moverse. Bueno, esta va para el camino.


sábado, 2 de marzo de 2013

Certamen


"Todo en el aire es un pájaro" Francisco Umbral

Cuando descubrió que era un juego casi era tarde: los tipos de celeste estaban deshojando, sobre una escalera. las primeras guirnaldas, la colección de perchas y hasta la pequeña foca de plástico que colgó Antonia para denunciar la explotación del Amazonas (pero niña, le decían, en ese bosque no hay un pinche animal de esos y ella lo amarraba más obstinada y llorosa con su cordel azul).

Ahora, meses después, sigue sin saber decir cómo despertó: sospecha de la inestable serenidad del juez primero, gabardina y bigote, que se detenía cada dos o tres pasos y apoyaba los ojos perezosos en alguna parte del salón, para luego volver a su cuaderno a rellenar otra línea del crucigrama. En sagrado juramento dijo que no sabe.

De esos últimos diez minutos solo sobrevivió una crónica (los demás críticos habían dejado el lugar, abatidos por las columnas de sesenta líneas que debían estar listas a las 9:10 p.m., porque usted entiende patrón, las rotativas y si no, mañana el camioncito no puede repartir hasta después del desayuno) y mencionó el incidente apenas de pasada:

“Al final de la velada un hombrecillo saltó desde la barra de visitantes e invadió el salón. Por suerte, la seguridad lo detuvo segundos antes de llegar hasta una vívida representación de una marimba. Al ser escoltado al exterior, gritó indignado que nadie leía las reglas”.

Ciertamente, apenas se cerraron las puertas tras él, los jueces segundo y tercero saltaron del podio a decorar la marimba con las guirnaldas que los celestes bajaban de las paredes, celebraron la hazaña con abrazos y ronda, declararon asueto para los próximos tres días y ya hablaban de organizar una tarde de té, mientras el juez primero se lamentaba muy afligido en una esquina porque no aparecía la palabra para “vigilia, falta de sueño a la hora de dormir”, cinco vertical, y ya nunca lograría cerrar el crucigrama.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Boceto

Estás en un tranvía que se dirige hacia el sur. Sabés que va hacia el sur porque a tu derecha, entre un campo de girasoles que te dan al espalda, un sol pequeñito se está acostando. Deberían ser siete soles, pensás, lógicamente escudada en preferencias aritméticas que el creador no contempló. El compartimiento del tranvía parece más un tren, porque los asientos tienen una felpa verde con figurines amarillos, porque cada compartimiento se divide por ventanales (porque hay compartimientos también) y por el rugido trémulo de la locomotora, tan distante del siseo de los tranvías que conocés. Pero sabés, y podrías apostar tu mano, que es un tranvía.

A tu derecha, el sol insiste en sostenerse apenas unos grados sobre el horizonte. Lo ves durante un rato, tras el campo de girasoles.

Entonces, oculto entre los tallos, ves a un pato. Te está mirando. Te mira con sus ojos acuosos de bídedo blanco y tan absorto está en verte justo en tus ojos (no le presta atención a tu boca entreabierta ni al lunar que tenés en una axila y también en la otra) que tampoco ve el tranvía. El pato te vio a los ojos, por dos o tres segundos, mientras pasabas y por siempre ignorará el hecho de que estabas en un tranvía. Pero la verdad, si nos ponemos a hilar fino, poco le importa. El pato te estaba viendo a vos.

Dejás de verlo y el sol desnuda su espíritu de trapecista: se desliza suavemente, pero con paso firme y cubre los grados que lo separaban del horizonte. Casi no hace ruido al caer. Vos volvés la cabeza y buscás al pato con desesperación, como cuando una chiquilla pecosa de cuatro o cinco años pierde a su muñeca. Te agitás, pero luego comprendés que el pato siempre te está viendo ycuando la anatidaefobia te pega en la cara la descartás de un manotazo (uno por otro, dijo el tío Hammurabi). Descansás feliz ante la certeza de que sos observada, sea por un pato entre girasoles, un capitán ornitorrinco o una compañía de ardillas daltónicas. Entonces le apostás al pato, ahora sí, tu propio brazo a que es un tranvía que va hacia el sur y el silencio te responde cómplice; sos feliz en tu banca afelpada y verde y llena de figurines amarillos que pueden ser reptiles, porque sabés que las únicas certezas en la vida que valen la pena comprenden patos y sures y cosas así.

martes, 27 de diciembre de 2011

3:34 am

"No me podía dormir"
L.B.A.

El momento de espanto era la conciencia de estar despierta. Seguía la misma línea que descubrir que Sanidad clausuraba Papo's, que la instructora de manejo compró el título en línea y que ya era domingo pasada la medianoche (claro, siguiendo el axioma de que hasta dormir no se cambia de día) y el lunes se presagiaba como un insecto demasiado cerca de su boca, de su nariz horriblemente fría por el aire de la madrugada y de todo su sistema respiratorio, al punto que no podía pensar en otra cosa más que sumergirse en un estanque para huirle a esa colmena escandalosa.

Pasado ese instante minúsculo, abrir los ojos y sentir la piel inestable del colchón era rutina, apenas redescubierta a tiempo para deshojar con celo y frustración los múltiples intentos de encontrar el sueño, absurdos soldados de plomo alineados contra los tablones del piso de su cuarto, con piernas y brazos caídos, deletreando en sánscrito o ruso ortodoxo el embrujo necio del insomnio.

Lo peor (siempre, a cada minuto, se destapaban nuevos horrores, nuevos superlativos) era la decisión de aferrarse a la almohada a oscuras, al abrazo cursi de las sábanas; renunciar al zepelín que era el libro de Rosa Montero pellizcándola con los ojos, a ella que entre más cierra los ojos más se le abren. Finalmente, hacer la pantomima de la huida y morder el anzuelo como un atún muy tonto, con el torso erguido y el bombillo de 60 calentando. En el último vagón, el reloj siempre espera, burlón.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Adelanto

Cuando la negra tomaba el volante en sus manos (ya no en sentido figurado, sino en su Yaris 2003, pintoresco y sencillo como esas uvas verdes que venían sin semilla), dejábamos de aplastarnos contra la banca de madera detrás del Instituto y empezábamos a maquinar ángeles en la nieve en una playa neoyorquina o disertábamos animadamente del libro que habíamos visto en el maletín de la rubiecita que estudiaba francés donde el Curro, con el único insumo de la portada y las tremendas piezas tipográficas impresas sobre la portada: La heliconia del palacio. La negra sostenía que era una visión esotérica de la infancia, la flor trepada en el árbol materno y arraigada en el palacio del Padre, el viaje astral hasta la maceta del pasillo para creerse retoño de clavel; mientras que yo, incólumne en la variante victoriana que tenía entrepiernada esos últimos días, favorecía la obra clásica de las autoras que tropezaban a principios del siglo XIX con la temática inconclusa de la liberación femenina y la certeza de que una rubia que estudia francés no compraría una novela con ínfulas de filosófica, pues probablemente no habría pasado de leer a Simone de Beauvoir, meta volante que tampoco habíamos superado ni la negra ni yo

Las horas así se escurrían, entre felices y angustiosas, como cuando uno ve pasar entre los dedos lo último del agua que secuestró de la fuente pública y se sorprende porque se vaya y porque haya estado ahí tanto tiempo, porque el Yaris todavía permite las cosas idiotas y darle tres vueltas consecutivas a la rotonda sin que nadie lo sospeche se antoja necesario (hagámoslo negra, ¿quién va a notarlo? ningún otro carro le dará tantas vueltas como nosotros), desaparecer su carrocería japonesa en un rinconcito de los barrios burguesitos que tan bien conocemos y olvidarme de ella en los labios de la negra, en su pelo que esa una tromba marina, en sus ojos que entienden que la llamo por despecho profundo, porque la otra es una histriónica y porque cada vez que la veo se toma su personalidad tan a pecho que aspira a personaje de Brecht y quiere usar mi mentón para esperar a la actriz de reemplazo. No hablo de esto con la negra, no esa noche al menos; por ahora es reírse de la rubiecita en su cama que lee el libro y se lamenta por estar sola y escucha canciones francesas para sentirse amada, la negra y yo nos la imaginamos tocándose en su soledad y yo entonces bajo la mano por su muslo y se rompe la rubia y se rompe la otra, aunque sea por unas horas y los dos sepamos, cómplices como las copa de los árboles, que al final de la tarde ya no tendrá sentido seguir la farsa.

viernes, 21 de octubre de 2011

El Gran Baile

Yo soy un coronel que dejó las armas y estoy encerrado en una cárcel por la costa. Todos los días maldigo a mi custodio y por las noches sueño que lo mato. A la tercera mañana, me despierto en el catre de él. Entonces camino hasta mi celda, le entrego al carcelero el gran llavero herrumbrado y entro en ella para recibir la porción de comida que me entrega entre los barrotes.

Esto sucede cada semana.