Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

jueves, 28 de agosto de 2008

Preludio y Allegro en el estilo de Pugnani, por Kreisler

Me abstraigo del hombre y me concentro en sus manos. La izquierda parece una araña muy borracha, tropezando con todas las cuerdas. La otra es más sutil. Se mueve como los subi-bajas del parque Argentina con las niñas de trenzas que se mecían los sábados en la mañana. Pero juntas no quedan mal.
Acorralado entre el violín y el piano, cierro los ojos. Al principio cuesta, porque los párpados pican al tocarse. Diez, veinte segundos. Aparece el primer animal. Es un boceto de caballo, azul y feo, como si un niño de ocho años lo hubiera dibujado. Cuando el violín calla unos segundos, se va.
Retorna la melodía y cierro con más fuerza los ojos, para abstraerme hasta de las manos. Lo que vale es oír. Se asoma a mi derecha, todavía formándose, un conejito rojo. Está ahí, quieto en medio de la nada. Le digo que se vaya, que no pertenece a mi imaginación, que los conejitos como él deberían estar comiendo trébol para crecer fuertes, pero me ignora.
El violín se apodera de él. Se lleva al conejito a pastar a un prado suizo, de los de las pinturas diminutas que venden como souvenir. Yo insisto con lo del trébol, porque sé que es bueno para los conejitos, pero ya mi voz no se oye.
Mi prima me pega un codazo en las costillas, porque cree que estoy dormigo. Le susurro el madrazo y me aferro al conejito, que sigue en el prado. El violinista ha demostrado ser un buen pastor, ya el conejito tomó forma y se puso aún más rojo y rebosante. Creo que me voy encariñando.
La melodía se mantuvo un par de compases. Temo un silencio y perder al conejito como perdí al caballo, aunque el caballo no me importó; era azul y deforme. Pero con el conejito ya me identifiqué. Si los vendieran rojos, iría mañana por uno.
El violín se torna ácido de pronto, se convierte en uñas rotas y ladrillos. Le dice al conejito que se tire al barranco, le dice cosas muy duras que le trastornan sus ojos azules. Le dice que él no vale, que se suicide. El violinista es un enfermo cruel.
Miro al conejito y me desinflo. Tiene la cara descuadrada y en la mirada se le nota que escuchó al violín como si de veras. Entonces me acerco y le cuento lo maravilloso que es, murmurándole a sus orejas enormes. Creo que si me cree.
El conejito se resiste y yo sonrío. Se enfurece el violín y aún con los ojos cerrados, siento que las manos del hombre enloquecen y su cara se distorsiona. El conejito volvió a ser rojo y le digo que huya del violinista, que se salve y coma trébol todos los días. Pero es tarde.
Llega la melodía, raspada y violenta, y lo toma por las orejas. El conejito no grita, no llora. Solo abre los ojos azules y me mira, como reprochándome que tardara tanto en avisarle. Otra vez el violín se lo lleva.
Ahora el violinista es un hombre cajudo y tosco, con botas de hule y un madero en la mano. Como si reformara a un niño travieso, azota al conejita con el madero hasta hacerlo sangrar. Una, dos, cinco, diez veces. Yo ya no puedo mirar. Y todo este tiempo, el conejito con los ojos azules muy abiertos, como perdonándome.
El violín lo deja tirado en un granero oscuro y se ocupa de cerrar el movimiento. Me acerco al conejito para consolarlo, le pongo una mano sobre el lomo sangrante y lo acaricio. Pero él ya no me mira a mí, sino al campo de tréboles que hay afuera del granero. Creo que me dio la razón.
Acabó el violín y creo que también el piano. Siento a mi prima levantarse a ovacionarlos, aunque no escucho nada. Sigo con los ojos cerrados y nada del mundo me hará abrirlos. Mi prima me golpea de nuevo y le digo que no.
Y no quiero abrirlos porque sé cuando lo haga, en algún lugar del mundo se despertará un conejito rojo en un granero olvidado, sangrando y moribundo, sin saber quién fue el ingrato que lo dejó así y sin saber tampoco por qué le nace ese deseo tan absurdo de abalanzarse sobre el campo de tréboles que se ve más allá de la puerta del granero, tan lejano que su destrozado cuerpo jamás lograría arrastrarse hasta él.

sábado, 23 de agosto de 2008

Círculos Concéntricos

El universitario llegó al liceo y escuchó los sonidos diarios de la quietud. Suspiró resignado y antes de irse de nuevo, se lamentó para sí mismo. “Pensar que allá afuera está el mundo”. Dos chiquillas de cuarto año que iban pasando lo oyeron y no entendieron sus palabras. Aun confundidas, salieron en busca de sus amigos. Los encontraron en el tercer piso, sin más remedio para el aburrimiento que una vieja bola de hule.
Llegaron con la noticia: el universitario dijo que afuera está el mundo. Rumiaron la frase unos minutos, todavía absortos en tirar y recibir la bola de hule, hasta que el más aburrido de todos se levantó y propuso salir a buscar el mundo. Pero inmediatamente sonó la campana que acababa del primer recreo del día y todos volvieron a sus clases de matemática, biología y educación cívica, donde no tuvieron una bola de hule para entretenerse.
Ya en las aulas, la noticia los pellizcó uno por uno. Se fueron haciendo a la idea de que afuera estaba el mundo, de que esas eran paredes carceleras, que la anatomía del perro no importaba si estaban ahí engavetados y que las clases de aritmética. Uno se atrevió a volverse y pasar la noticia al compañero de atrás, que había sido el paradigma verbal, pero que logró incorporarse tras escuchar que afuera estaba el mundo.
Poco a poco se fueron agitando las aulas. Primero era un ruido seco, como cien mil hormigas chocando las antenas y agitando las patas en los pasillos del liceo. Tras la campanada que anunció el cambio de lección, se fue haciendo más notorio, aunque todavía era una multitud muda. Los más despiertos se cruzaban miradas cuando se topaban en el cambio de aulas, pero no se decía una sola palabra. Nadie hubiera notado nada. Solo unos que habían quedado olvidados en la cadena y que se actualizaban a última hora mostraban por unos segundos una cara nueva, para luego sumirse al anonimato colectivo.
Entraron los alumnos al nuevo bloque de lecciones. Pero ya no sentían ese horrible vacío cuando escuchaban al profesor hablar del relieve del continente europeo, o de las leyes de la termodinámica, porque los había iluminado el universitario y sabían que afuera estaba el mundo. Solo en la clase de literatura supieron escuchar al profesor, quien les hablaba de hermosas metáforas de romper con los esquemas, sacadas de libros de Cortázar o de Wells.
En la última fila del aula 23, una alumna redactaba a prisa un discurso para inflar los ánimos. La comunicación era la clave. Como las divisiones entre las clases eran unos tablones mal puestos, los estudiantes se mensajeaban de un lado al otro.
Corría y corría la noticia de que todos iban a ir a buscar eso que les prohibían ver. Cuando el profesor de geografía le pidió a un chiquillo pelirrojo que pasara a la pizarra a dibujar el mundo, un escalofrío sacudió al grupo entero.
Los maestros más suspicaces iban atando los cabos que nadie hubiera podido atar. Que ya el Cholo había dejado de tirar cachirulos a sus compañeros y estaba quitecito en su pupitre, escribiendo y borrando números. Que el aire tenía esa tensión ácida como el día que se robaron el examen de Inglés. Que ya no se podía escuchar las risotadas generosas de las hijas del senador Flores.
Pero el movimiento seguía incólume y cada engranaje se sucedía al siguiente sin que nadie hubiera planeado esta sucesión. Cuando faltaban diez minutos para el almuerzo, el secretario entró en la oficina del Director. “Venga, tiene que ver esto”. Salió el Director con su cara de idiota sin uniforme, se plantó en el centro del edificio y no escuchó ni vio nada. Sin necesidad de explicación, lo supo. “Mierda”.
Se desmontó el cerebro intentando abrirle una ventana a la situación. Pero sabía que ni un boquete industrial los salvaba. Comenzó a dar órdenes. Muévame esa estantería, corra a traer todo el material del gimnasio, llamen por los altoparlantes a los maestros inmediatamente, atrasen la campana del almuerzo cinco minutos. Llegó el cuerpo académico al instante, como si cada cual hubiera escuchado el mismo silencio arrastrándose.
“Señores, es hoy”. Todos se movieron incómodos en sus sillas, hasta que el coordinador de química se levantó. “Tenemos la ventaja del terreno”, Apenado, se alzó su colega de matemática. “Pero son más”. Y el silencio se apoderó del salón de profesores.
Salieron inmediatamente y se armaron a como pudieron, para no ser atropellados por el martillo que se asomaba. Lo primero fueron las trincheras alrededor del edificio de Dirección, bautizadas por el profesor de física. Del material del gimnasio se inventaron proyectiles. Después solo les quedó esperar.
La campana sonó y en cada aula se levantó un alumno, sin que nadie lo hubiera dispuesto así, para llamar al orden y la calma. Decidieron esperar diez minutos más, porque sabían que el silencio torturaría al pelotón del Director. Sonriendo, brazo con brazo, salieron después del tiempo acordado y se armaron en la planta baja.
Desde lo alto de las escaleras, varios oradores incendiaron los ánimos con sus discursos y hasta las trincheras se escuchaban el griterío. Aún a estas alturas, todavía algunos del profesorado pensaban que los colegiales se irían a sus casas tranquilos, sin rencor en sus corazones jóvenes. El Director hacía llamadas telefónicas como loco: al cura del pueblo, al despacho del ministro de educación, a la guardia nacional. Pero todos lograban esquivarlo.
De la planilla quedaron algunos rezagados, pero nadie pensó en ellos después de la campana del almuerzo. El bibliotecario se negó a dejar sus libros a merced de la furia de “charlatanes incultos e imberbes”. La administradora del comedor ponía candado al cubículo minúsculo donde guardaba el maní garapiñado, los chocolates y toda su mercadería. Pero al escuchar el estruendo buscaron refugio tras el cerco de sus compañeros.
De última habló la del aula 23. Opresores a nuestras mentes, viles carceleros del espíritu estudiantil, traidores a la verdad. El escándalo alzó vuelo y llegó hasta la casa cural, donde el párroco oraba al Padre para que asistiera a los maestros. En el Ministerio decidieron callar, no fuera a ser que todos los colegiales del país descubrieran que afuera estaba el mundo. La Guardia Nacional estaba también en su almuerzo.
La columna bajó desde el edificio de aulas y desembocó frente a la Dirección, donde los recibió una descarga de tinteros y bolas de béisbol. Los alumnos respondieron con lo que hallaron a mano y puestas las piezas sobre la mesa, ambos lados pudieron decir que era combate.
Entre los alumnos se expandió un acuerdo tácito de que hasta que no rescataran el estandarte del Liceo no podrían salir al mundo. Se batieron por más de una hora, los profesores defendiendo el edificio ante el huracanado ataque, los estudiantes enviando oleada tras oleada a quebrarse ante las trincheras.
No se discriminó entre los enemigos. El profesor de español contuvo una avanzada de los miembros del equipo de deletreo. El trombón de la banda lanzó una regla metálica que le abrió la frente a la directora musical. Hasta el profesor de literatura disparaba manojos de piedras a los estudiantes de su club de lectura.
Pasada la una treinta, la campana de salida chilló suplicante. El Director aprovechó el respiro momentáneo y solicitó diálogo con los atacantes. Se sentaron alrededor del abeto que se erguía a medio camino y soltaron cuanto tuvo dentro cada uno. La comitiva estudiantil la lideró el capitán del equipo de oratoria; los profesores le encomendaron la tarea al subdirector. Todos estaban chorreando sudor y algunos hasta sangraban, pero a nadie le importó.
Los están engañando. Sí, ustedes. No, nosotros no. Que sí, ya lo sabemos. Escúchenos. Queremos el estandarte. No podemos. Mentirosos. Muchachos, no sean insensatos. A otros con su paternalismo barato. Necios. Demagogos.
“No señor Director, no ceden”. “Dicen que no entregan el estandarte”. Los improvisados estrategas de cada lado tiraban líneas en planos torpes. La muchacha de la 23 seguía arengando los ánimos, no vaya a ser que se olvidaran que afuera estaba el mundo, aunque ninguno necesitaba realmente las palabras porque ninguno podía olvidar. Los profesores se asomaban a los ventanales quebrados y bajaban la cabeza afligidos.
Finalmente se reanudó la batalla, con más ferocidad todavía, porque todos sabían lo que se jugaba. Hasta el más duro de los profesores temía lo que pudiera pasar si el perímetro cedía y los estudiantes no estaban dispuestos a perder su dignidad ante sus carceleros. Largas horas lucharon, hasta que los colegiales decidieron que si no podían conseguir el estandarte, al menos había que evitar que siguiera cautivo.
Alguien encendió una tea bañada en confín y caminó solemne hacia la Dirección. Al mismo tiempo, sentado en el auditorio de la escuela de geología y cansado de la crudeza del mundo, con sus déspotas caprichosos y su nítida censura, el universitario recordó con melancolía la placidez de sus días de colegial. “Que lindo sería volver al Liceo”.

sábado, 16 de agosto de 2008

Oda Azul a un Pronombre

La misma noche que hace blanquear los mismo árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos
Neruda

Hoy es una tarde lluviosa de sábado. Y me acordé.
No porque hayamos vivido un sábado de lluvia (¿o sí? ya parece todo hace tanto que ni recuerdo con precisión), sino porque las tardes así son perfectas para reír.
Nosotros nos reíamos, ¿te acordás? Casi como si fuera un oficio pagado, un trabajo a medio tiempo. De siete a tres, de lunes a viernes. Pero a veces sí nos extendíamos, que un martes en la clase 52, que un miércoles armando la red en el gimnasio...
Allá éramos nosotros, los de siempre. Te digo que todavía me acuerdo hace quince años, cuando estábamos tiernos y suaves, y nos pusieron uno tras el otro en colas interminables. Te lo digo que me acuerdo.
Ya ha pasado tanto y hemos visto tanto... Y nos acordamos de tan poco; apenas de intermitencias diminutas, unos segundos apenas de cada día. ¿Adónde dejamos el resto?
Digo yo, porque algo tuvo que llenar los espacios. Claro que me acuerdo del día con las bandas azules de letras doradas, de cuando nos pusimos los sombreros y los cambiamos de mano en mano, de cuando las elecciones y el todo de rojo, de cuando "si ustedes salen de esta aula le dan mal ejemplo a los demás", con las máscaras del restaurante y ese olor tan nuestro.
Pero, ¿y lo del medio? Hablo de esas horas eternas escuchando a las pizarras, de la complicidad muda con el que estaba en la silla de enfrente, de saber que en la otra esquina pensaron lo mismo. Decime, ¿vos te acordas de eso?
Yo ahora me siento en mis aulas (ya no le podemos decir nuestras) y ya no se lo que piensa aquella con los ojos azules. Porque a la de nosotros que tenía los ojos azules le hubiera parecido todo encantador, como siempre le parecía todo.
Te lo digo: yo extraño esa pulsación. Vos podés decir que ya te acostumbraste, que ya conseguiste otro nosotros y que ahora tenés otras nuestras aulas y nuestros profesores. Yo te entiendo, a veces me pasa. Pero también me pasa a veces que es un sábado por la tarde, y llueve, y lo que me nace es un deseo de que sea un lunes, y que sean números, nuestros números, para poder reír.
Y es que vos no podés contar una historia tuya sin nosotros, ni puedo yo, ni puede aquella flaca que se sentaba en la última fila. Y me gusta que no podamos.
Tal vez nunca supimos que ahora íbamos a saber esto. ¿Te acordás como todo era tan mágico y tan cotidiano? Un día ustedes nos llevaron a conocer el mundo de los confites y recuerdo que nos uniformaron de café para que nos acordáramos siempre y mirá como todavía me acuerdo (te prometo que de veras me voy a acordar siempre, aun sin que nos hubieran uniformado).
Y otro día alguno dijo que nos montáramos en un avión y fuéramos no recuerdo dónde, y allá fuimos todos sin saber ni cuando llegamos ni cuando volvimos. Eran las islas y nosotros, las noches y nosotros, las botellas y nosotros, la alegría y nosotros. Ahí también reímos, pero era a jornada doble, 18 horas al día, descansado apenas lo suficiente para poder empezar de nuevo.
Ya ahora todo es tan diferente. Los espacios diarios son solo espacios, son solo puntos o comas o líneas de diálogo. Allá hace un año o dos eran llaves que no aparecían, o apuntadas para el 12, o era un karaoke humano. Eran anécdotas gloriosas que estaba destinadas a olvidarse una semana después.
Porque el abrazo y San Carlos. Porque un "¡Carajo Franco!", porque una vida que es bonita. Porque las sonrisas diarias y los siete brindis del café. Porque una finca que ya nunca será nuestra, porque al fin y al cabo hermanos.
Y es que alguien pretendió (yo sé, yo entiendo que no quedaba de otra, pero igual dejame quejarme) que lo metiéramos todo en dos páginas de un libro celeste y café, como si Arial 11 pudiera.
A nosotros, que fuimos más que un pronombre. Al músico y a la del pelo rojo, al que no necesitó estudiar, a la del acento cantadito, al que quiso leerlo todo y a la del 10 corrido. Al que no podía ser más flaco, a la que se abrazaba, a ese que nunca se perdió una fiesta, al que nos llegó importado. Y hay tantos más, pero nunca se me olvida ni uno.
Porque yo creo que al final de eso se trata todo y tal vez aquel carajo Zeledón decía verdades. Y es que nunca vamos a poder ser así con otros, no volveremos a ser los que hablan sin mover los labios, los que ven sin abrir los ojos...
Y yo aquí, azul y temblando, sentado en una tarde de sábado como si todo fuera una lluvia de días que ya se fueron y apenas quedan delineados y frágiles. Y es que sí, podemos soñar con otros lunes y otros jueves, tal vez de octubre o de abril, donde volvamos a ser nosotros, y a reír, y a llenar los espacios con algo más que puntos y comas.
Ya no será en esa aula 55 o en los pasillos de madera de aquella isla perdida, pero allá donde estemos vamos a volver a ser nosotros. Y te prometo que nos vamos a reír, tal vez hasta como lo hacíamos antes.
Pero por ahora solo podemos asomarnos a las ventanas, cada cual a la suya porque ya no tenemos las nuestras, y ver esta lluvia de sábado caer sobre la tarde.