Advertencia

"Las personas que intenten descubrir motivo en esta narración serán enjuiciadas; las personas que intenten hallarle moraleja, serán desterradas; las personas que intenten hallarle una trama, serán fusiladas. "
Mark Twain

sábado, 31 de mayo de 2008

Tazas Blancas y Cucharas para Sopa

Siempre me pasa lo mismo: hay gente que por intentar hacer un bien hace un mal enorme.

Como cuando cambian de lugar la gaveta de las cucharas. No es gran cosa, dirían muchos. Solo buscar la gaveta de nuevo, que además casi siempre la reubican cerca, y sacar la cuchara. Pero no siempre la vida es tan fácil. Llega uno con la sopa de fideos que acaba de cocinar mamá para la cena, exactamente a 39 grados Celsius medidos con termómetro y pretende sacar la cuchara.

Pero como a alguna mente brillante se le ocurrió que la gaveta de las cucharas quedaba más conveniente al lado de los trapos, uno abre el cajón acostumbrado y encuentra los tenedores. Llegado este punto uno necesita pensar duro y como la mamá de uno ya lavó todo y se fue a su cuarto uno está solo. Entonces hay que dejar la taza blanca (porque las azules son para café) en una mesa, alineada con el estampado mantel. Y sabe cualquiera que colocar una taza de sopa perfectamente alineada en un mantel toma un mínimo de tres minutos y medio.

Esos minutos perdidos se iban a usar enfriando la sopa en la sala, hasta que llegara a 33 grados Celsius, que es la temperatura ideal para una sopa en una taza blanca. Sin embargo, al cabo de esos tres minutos y medio uno debe de idear una manera de resolver la situación de las cucharas.

Una posible solución sería ignorar la nueva ubicación de la gaveta, coger la cuchara de la sopa y correr dando vueltas en sentido contrario al reloj para que nadie se diera cuenta. Pero no se podría vivir con eso. Sería como el cepillo de dientes que dejaron el mes pasado viendo hacia el lavatorio, en lugar de hacia la pared como estaban los demás. Durante cuatro días, hasta que me atreví a volverlo, el cepillo me miraba cada vez que iba a lavarme los dientes y no quiero que pase lo mismo con la sopa.

Otra solución, muchísimo más sensata, es cambiar de lugar todas las gavetas hasta que volvieran a su ubicación anterior. Entonces es mover los cinco cajones, uno a la vez. Y como no puedo tener dos gavetas en la mano a la vez, hay que colocar en la mesa las que voy sacando, alineadas paralelamente con las líneas del mantel. Si fueran libros, podrían ir perpendicularmente, pero todos saben que las gavetas deben estar acomodadas en el sentido de las líneas de un mantel.

Si tras de ocho minutos de traer y poner finalmente las gavetas están donde corresponden, lo que sigue es revisar si ninguna sobresale del marco del mueble, que los trapos no se hayan desordenado en el proceso y que los cuchillos sigan viendo todos hacia la derecha.

Acabado este proceso, uno puede abrir victoriosamente la gaveta de las cucharas, colocada donde debe ir, sacar la cuchara y meterla en la sopa para ir a la sala a enfriarla. Pero tras meter la cuchara en la sopa y caminar un par de pasos, uno nota que tras tanto minuto perdido la taza ya no está caliente y se encuentra a aproximadamente 33 grados Celsius.

Para cualquier alma cristiana, esto sería favorecedor, pues se vería recompensados los once minutos y medio invertidos en las gavetas. Al menos no habría que desperdiciar tres minutos y medio más enfriando la sopa. Pero esto me resulta imposible. Lo que sigue es sacar la cuchara con cuidado, procurando no derramar una sola gota en el proceso y lavarla con pulcritud.

Después, prender de nuevo la cocina a temperatura “Medium” y con una olla nueva calentar la sopa hasta que alcance otra vez los 39 grados Celsius. Una vez caliente, hay que buscar una taza blanca limpia, porque ya la otra tiene los bordes llenos de sopa, y llenarla. Después de secar a conciencia la cuchara, uno la coloca nuevamente en la taza y comienza a caminar hacia la sala.

Pero de nuevo, tras unos pasos, uno asimila lo que hizo. Ensució una taza y una olla que ahora están alterando el estado natural de las cosas. Entonces procedo a alinear nuevamente la taza en la mesa, con los tres minutos y medio que se toma hacerlo, lavo y seco la taza y la olla y las coloco nuevamente en sus respectivos lugares.

Para cuando uno acaba esto, regresa a la taza y se da cuenta que está nuevamente en 33 grados y como la sopa debe enfriarla uno, en vez de enfriarse sola, repite el proceso una y otra vez hasta el final del mundo. Si viviera solo ahí quedaría atascado hasta morir de hambre, o de cansacio, o de ganas de tomarme la sopa. Pero por dicha cuando me pasa mamá llega unas horas después, extrañada que no me haya visto, y se ofrece a lavar la taza y la olla, liberándome de eso. Entonces puedo ir a la sala a tomarme la sopa, aunque ya sea tarde y casi sea hora de dormir.

Es por eso que hay veces que solo hay que dejar al mundo ser. Uno nunca sabe a quien puede molestar cambiando de lugar la gaveta de las cucharas o una torre de libros. Yo tengo una torre de libros llena de polvo en la sala y cuando acabo la taza de sopa la pongo al lado de los libros. La pongo ahí porque me queda cerca del sillón donde tomo sopa y porque hay tres libros que también son blancos. Si me movieran los libros no tendría donde dejar la taza, porque en la sala lo único blanco es el techo y ahí no puedo dejarla. Tendría que ir hasta la cocina y derjala al lado de un mueble blanco donde se guardan los condimentos.

Pero por ahora dejo la taza junto a los libros, pero la cuchara no. Porque yo no uso realmente la cuchara para tomarme la sopa. Es importante tenerla dentro de la taza porque así deben ser las cosas, pero cuando de tanto soplarla la sopa llega a 33 grados Celsius, me la tomo toda de un solo trago, dejo la taza con los libros y me voy con la cuchara por la casa, usándola en cada esquina como si fuera un espejo, para ver que hay a la vuelta y así protegerme de basiliscos mágicos, gatos cojos con una sola oreja o pequeños terneros recién nacidos.

Y es que uno nunca sabe que hay a la vuelta de la esquina.

martes, 20 de mayo de 2008

Microcuentos

**Estos son cuentos que alguien me dio la primera frase y a partir de ella los escribí**


El secreto era no volver a ver aquel libro. Pero la tentaba. Frente a ella un letrero con flechas y nombres de ciudades. Madrid, izquierda. Toledo, derecha. Segovia, izquierda. Aranjuez, recto. ¿Dónde putas estaba Tarancón? El libro la llamaba, esperándola a su lado. Cerrado, pero gritando. Jamás. Ramón se reiría toda la vida de ella. ¡No pudiste llegar a Tarancón! le diría frente a todos.

Frenó. Se volvió a todas partes. Nadie. Se asomó por los retrovisores. No, nadie. ¿Cómo iría a enterarse Ramón? No podría.

Volvió a ver el libro y lo abrió. Se le iluminó la cara. ¡Malditas guías de viajeros!


Pero, ¿y si realmente fuera verdad? El ya estaba abriendo el armario para buscar un abrigo. Y una bufanda. Las bufandas son buenas, pensó ella, se puede usarlas para muchas cosas. ¿Y si no fuera verdad? Entonces podían ser bufandas eternas, pintadas a rayas. Rojo, verde, rojo, verde. Y pensó en él. Pero él no usaba bufanda, la bufanda era para ella. Pero de nada valdría una bufanda si no fuera verdad. Mejor un beso y para eso estaba él. Se apagó todo de pronto. Mierda, pensó ella en su cama.

Él se despertó en su cuarto, con un olor a lápiz labial en algún lugar de la cara.


Aliviado, el dinosaurio miró al cielo y sonrió. Otra huida feliz de una fiesta de cumpleaños. Victoria, hubiera dicho un general. Al menos, él lo hubiera dicho si fuera general. Sabe Dios que jamás había perseguido un dinosaurio inocente. Ya no hacen los niños como antes, pensó. Allá cuando tenía apenas unos cuantos años, él no lo hizo. Apenas corría. El hubiera sido general de haber podido. Pero, ¿había podido? Con las manos torpes comenzó a contar el botín. Nada interesante. La misma paga de siempre.

El hombre se quitó la máscara y caminó errabundo por Madrid.


La gente todavía no entiende que los trenes no pueden frenar por ellos. Allá terminan siempre todos hechos un puño en la última parada. Porque no saben parar. Solo vos podés, pero en tu tren. Creo que te odian, Andrés. Si pudieras enseñarles a parar, no tendrían que caminar desde la última parada. A veces llueve, Andrés, y son viudas y niños mojándose. Yo los he visto caminar. Dos cuadras, diez cuadras, veinticinco cuadras. Caminan, Andrés, y caminan duro.

¿Acabaste tu parada? Volvé a tu asiento y hacé sonar el timbre de abordaje. Nos vemos en la última parada, Andrés. Tal vez te sentés conmigo a verlos caminar en la lluvia.

jueves, 8 de mayo de 2008

Capítulo Tercero: La mamá

Yo creo que no es justo para los niños. Camilita no sufre tanto, porque desde el lunes se la ha pasado en la casa, pero para Felipe esta calle olvidada es el mundo. A veces entraba corriendo a la casa para decirme que pasó un oficial en su motocicleta, o para contarme que la maestra se cortó el pelo y se veía más linda. Sería bonito ser como él. Un humilde universo de cien metros de largo: dos árboles que florean, seis sabores de helados, una sola escuelita y siete bicicletas como únicos personajes de este cuento de hadas.

Los domingos, después de misa, allá iban los nueve chiquillos y las docenas de trompos a competir a muerte en la acera de la tienda, para luego regresar abrazados cuando el día decidía terminarse. El domingo pasado volvió con su orgullo hinchado por ser el invicto de los últimos meses. Ahora todo lo que puede hacer es tirar el trompo una y otra vez en el corredor.

Yo lo miro y lo miro tirarlo, y ni se cansa él de hacerlo bailar ni yo de verlo jugar. La salita es un buen lugar en la casa; tiene una buena iluminación, se puede ver todo el pasillo y los sillones son cómodos. Es un sitio ideal para sentarse a existir y sentir el mundo que existe paralelo a uno. Lo único que lo jode son los cuadros: docenas de caras de tantos tíos y abuelos que lo ven a uno como quejándose, como queriendo culparla a uno.

Pero uno aprende a vivir con todo, porque ya no queda de otra y a los cuarenta años no se pueden devolver muchas cosas. Allá cuando era joven y guapa sí pudo haber sido diferente. ¿Habría nacido el niño? ¿Le hubieran apasionado los trompos? Yo nunca vi a Carlo tirar un trompo. Lo más que hacía era hablarme suavecito al oído, dejando cada palabra vivir para mí.

Nunca pude retratarlo. Nos pasábamos horas intentando sacarle un cuadro, pero el arte siempre se resistió. Posaba como se debía hacerlo, con gallardía y con aplomo, con la virilidad con que debía posar un hombre. Espalda recta, pelo revuelto y ojos firmes. La misma receta gloriosa durante horas, tranquilamente sentado en cualquier banco, esperando que de pronto yo me inspirara. Nada.

Fue aquí, en la salita. A mí me mandaron como apoderada de la familia para alquilar la casa y el llegó con un periódico en la mano. La sección de alquileres estaba llena de desesperados círculos rojos, la gran mayoría con una aplastante equis encima. Para mí era otro de los clientes de media mañana que no compraría la casita.

Aquél tour de siempre. Que mire que buena mesa de roble tenemos en el comedor, que toque la exquisita suavidad del azulejo del baño, que sienta la luz y el viento por las ventanas de la cocina. Todas las artimañas de siempre. Pero él se paró en la salita y me dijo con su español endiablado: “Me gusta el cerezo de afuera”. Y yo lo vi a los ojos y perdí. Si, fue aquí mismo, allá donde está esa mesita ahora.

Ya después el amor y mucho después la tristeza. Papá gritando por las calles que una hija suya no se casaría con un bueno para nada como “ese italiano borracho”. Mamá llorando en jornada continua de catorce horas, con intervalos para llorar a gritos o echarle un par de rosarios a la Virgen, para que “me despierte a esa niña”. Y yo, destrozada, corroída por la ofensiva mayor que se jugaban mis familiares, cedí.

Carlo siguió en la casa y yo no lo volví a ver. Tonteras que hace uno cuando es chiquilla. Si llegara papá a prohibirme ahora casarme con quien yo quiera lo mando para la mierda e sigo derechito al altar. Igual después conocí a Raúl, que la verdad me salió muy bueno: no toma, no fuma, es buen esposo y padre y hasta tiene el montañismo para distraerse.

El drama llegó cuando nos casamos. Éramos un par de niños todavía, ninguno ganaba suficiente para una casita propia y papá decidió que viviéramos en la casa del cerezo, para que sus nietos crecieran donde habían crecido sus hijos. Pero el problema es que había que echar a Carlo, que ya no era aquél italiano romántico que posaba durante horas esperando que me acordada de cómo pintar.

La bronca fue grande y pasamos como tres semanas viviendo en un cuartito donde papá, porque Carlo no se quería ir. Tuvimos que hablar con un amigo de la familia que era juez para que firmara unos papeles y poder echarlo a la fuerza. No hizo falta. Le notificamos un viernes que si al lunes no se había ido, llegábamos con los papeles y la policía a sacarlo. Pobre Carlo, decía yo, pobre Carlo.

El lunes llegamos y no estaba, pero se llevó la mitad del espíritu de la casa con él. El cerezo estaba desnudo. Se había tomado la molestia de arrancar cada hoja y cada flor del inocente árbol, hasta que solo quedaron las pudorosas ramas avergonzadas. Ahí Raúl me dijo que él entraba primero y le dije que bueno, porque esas cosas hacen sentirse a los hombres importantes: entrar primero a lugares misteriosos, enfrentarse a animales salvajes y subir montañas.

¡Pobre casa mía! Los azulejos de la cocina estaban todos deschapados, en el pasillo había un reguero de basura de varios días, los inodoros estaban tapados con mierda y la mesa del comedor tenía las patas cortadas y el aire tenía un olorcillo a aserrín y árboles muertos. Para cerrarla de manera magistral, Carlo había rodeado la casa con un círculo de peces muertos, alineados cabeza con cola. Cuando papá lo supo todo, quiso matarlo, pero nunca lo volvimos a ver.

Ya casi doce años de eso y Dios sabe que nos costó arrancar. Volver a poner todos los cuadros en la pared, arreglar la mesa y la cocina, regar al cerezo y cantarle para que floreciera de nuevo. La casa estuvo resentida por año y medio, oscura y con un silencio de muerte, pero después entendió que no era nuestra culpa. Y desde entonces había sido alegre, hasta el lunes pasado, que todo se cayó otra vez.

Felipito sigue jugando con el trompo y Camila algo está haciendo en su cuarto. ¿Debería llamarlos? Desde el lunes los tengo recluidos aquí conmigo a toda hora, no creo que les caiga mal un rato a solas. Son obedientes y no se quejan, pero tres días seguidos a cualquiera hartan. Mañana los llevo a comprar un helado al mediodía, porque me parte el alma verlos encerrados.

Al rato hasta a mí me cae bien. Un buen helado de chocolate chorreando levanta el ánimo de cualquiera.